Recuerdo que dije, me desmorono, y sentí el desprendimiento de las consonantes en mi boca. No estaba seguro de que Cristal me hubiera oído. Entonces levanté un poco la cabeza de la almohada, apenas para ver que seguía dormida y que su cuerpo estaba en esa posición como de lagartija escalando una pared. No habíamos prendido el ventilador y el calor nos había hecho tirar la sábana al piso. Ella se había quitado la camisa y pensé que si me levantaba un poco más la vería de cuerpo entero a pesar de la oscuridad del lugar.
Yo crecí oyendo un rock desamparado. A mi alrededor siempre sonaban Joe Cocker, Bob Dylan, Eric Clapton, Jimmy Hendrix y todo eso que lo hacía estallar a uno de tristeza en los solos de guitarra y en los gritos desgarrados. Me gustaba pensar que la vida transcurriría siempre entre botellas de vino, porros, bosques de pinos, cabañas escondidas en la niebla y que nunca me faltaría el sexo con Julia que en ese tiempo ya se llamaba Azulprofundo.
Treinta horas dentro del camperito de Miguel nos dejaron cansados y sin ganas de hablar. Sólo cuando vimos el pueblo respiramos aliviados y parecíamos dispuestos a olvidar los inconvenientes del derrumbe en el Alto de Ventanas que nos detuvo toda la noche.
Hace años, menos que los de la vida completa de una persona pero suficientes para agruparlos en varias décadas, antes de que el hombre llegara a la luna, cuando el mundo era todavía muy nuevo a pesar de que en las calles había viejos y en el cementerio era difícil encontrar lugar para un muerto reciente, yo jugaba fútbol con Tomás Cifuentes.
(Publicado por primera vez en la revista Escala, de Aerorrepública)
Este es el tercer día ¿se va a quedar muchos más?, tranquila, no serán muchos. Si acaso uno. O tal vez dos. La gorda hizo un gesto de incredulidad con la cabeza cuando corregí la cifra, después siguió moviendo los floreros de cristal sobre los manteles plásticos. Les pasaba un trapo húmedo y sucio que raspaba la superficie de colores vivos.