Évariste Galois oyó con desgano las instrucciones del encargado de dar la señal de inicio. Miró los palos clavados en la tierra como señales desde donde él y su rival debían iniciar la caminada hacia las marcas de los disparos, y ambos tomaron sus lugares en silencio. Eran dos figuras que se movían en la niebla de las seis de la mañana. Évariste llevaba puesta una chaqueta color pardo. El otro avanzaba vestido de negro con una pistola muy cerca de la nariz. Cuando llegó el momento, Évariste lo miró y dejó que le apuntara con toda la calma de un buen final de cuento. El estallido se oyó en toda París. A esa hora, las prostitutas cansadas de buscar clientes en las calles, los policías que terminaban turno, los panaderos que abrían sus negocios, los curas que preparaban el altar y el vino para las misas, los enfermos que se creían muertos, todos los habitantes de aquella ciudad convaleciente de la Restauración sintieron que una bala viajaba hacia el cuerpo de Évariste. Todavía no sabían qué significaba ese proyectil encendido en el aire frío del bosque. Él lo vio llegar. Supo que iba derecho a un costado de su cuerpo. Cerró los ojos y no pudo ver cómo terminaba su historia. En ese mismo instante cósmico, otro cuerpo joven, vestido como la gente sencilla de Colombia que nacería casi doscientos años después, apareció de la nada con los brazos abiertos en cruz y una sonrisa triste en los ojos. Se interpuso en la trayectoria de la pólvora y cayó junto a Évariste. Quedaron cara a cara, acolchonadas las cabezas por las hojas caídas de los árboles del bosque.
CAPÍTULO PRIMERO-
—Soy Pável, el actor.
Nacho me miró como si me hubiera visto antes, como si me conociera desde siempre, y luego siguió saludando a los demás que estaban sentados en las mecedoras del patio en la casa del profesor. Nadie se levantó a su paso, tal vez porque a esa hora ya el calor hacía difícil respirar, o porque lo vimos tan joven que no consideramos que fuera una falta de respeto.
(FRAGMENTO) Todos se fueron. Esas manos que mueven las flores y acarician los manteles de las mesas son de las mujeres encargadas del aseo. No se hablan entre ellas. Cada una hace su tarea en silencio y no se ven sorprendidas por el olor de las galletas que sube desde la calle con fuerza.
“Anclado en el recurso del recuerdo, Juan Diego Mejía, más que una novela ha escrito una partitura. Un adagio breve y triste, como en susurro, en el que a través de una prosa sin diálogos ni acción, pone en movimiento logradas imágenes que ondulan suavemente, como en cámara lenta, con personajes melancólicos que buscan salir del círculo de fracaso que los aprisiona (...)
Camila Todoslosfuegos se desarrolla en Medellín durante los años setenta. Un grupo de adolescentes en tránsito del colegio hacia la universidad vive la turbulencia de esos años en medio de la búsqueda de una razón para vivir. Camila se presenta como ese motivo que justifica la vida, pero el ritmo intenso de los acontecimientos la convierte en la obsesión por la que luchan todos los muchachos. Las motocicletas Harley Davison resuelven el pleito y la muerte los marca para siempre