Recuerdo que dije, me desmorono, y sentí el desprendimiento de las consonantes en mi boca. No estaba seguro de que Cristal me hubiera oído. Entonces levanté un poco la cabeza de la almohada, apenas para ver que seguía dormida y que su cuerpo estaba en esa posición como de lagartija escalando una pared. No habíamos prendido el ventilador y el calor nos había hecho tirar la sábana al piso. Ella se había quitado la camisa y pensé que si me levantaba un poco más la vería de cuerpo entero a pesar de la oscuridad del lugar.
Era la primera noche en La Sirena, el hotel que encontré en mis excursiones de navegante de internet. Un día le mostré en mi celular el mapa del mar con unos punticos cerca del continente. Con dos dedos amplié la imagen para que viera bien dónde estaba Tolú y luego el contorno de la isla del frente donde pasaríamos varios días. Me dijo con desgano que estaba bien, que, si yo lo decía, entonces estaba bien. En esos días ella había dejado de discutir. Ya no me obligaba a oír sus regaños a medianoche como antes. Parecía resignada a aceptar mi falta de interés. En otros tiempos no se habría rendido. A pesar de que estuviera cansada no se dejaba vencer del sueño. Siempre me confrontaba en un tono muy parecido al llanto. En esas ocasiones había sido ella la de la propuesta del viaje. La expresión «salvar el matrimonio» aparecía con cierta periodicidad en nuestras vidas y entonces yo accedía a hacer todo lo que ella dijera. No esperemos a las vacaciones de diciembre, vamos ya. Y ese vamos ya se convertía también en mis palabras. Pero ahora las cosas eran diferentes. Parecía que ella hubiera tirado la toalla y yo me desmoronara. No sé de dónde salió esa palabra que tanto me rondaba en esos días. Me gustaba su sonido seco. Me hacía pensar en un derrumbe total dentro de una cueva. Me veía atrapado en los escombros. Así me sentía.
Al día siguiente la dueña del hotel nos preguntó en el comedor si habíamos dormido bien. Hablaba español con fuerte acento francés y gritaba las palabras. Cristal le dijo que había caído en la cama como una piedra del cansancio.
—Profunda —dijo. La francesa esperó a ver si yo quería dar mi propia versión de la noche, pero yo estaba pensando en la respuesta de Cristal. Recordé la palabra en mi boca y no quise seguir la conversación. Solo le dije, quiero huevos revueltos con jamón y queso. Ah, y un poco más de café. Ella sabía ser jefa y empleada. Vi cuando dio media vuelta y le habló a la cocinera que nos miraba a través de una ventana.
La Sirena resultó ser todo lo que había imaginado cuando visité su página web. Una casa de paredes pintadas de colores salmón, verde y amarillo. Fresca. Con vista al mar. Hamacas colgadas en las habitaciones. Poca gente. En el desayuno solo vimos a una familia que comía en silencio. Dos niños rubios se morían de la aburrición y se tiraban patadas bajo la mesa. El papá leía un libro. La mamá seguía comiendo. Cristal se quedó mirándolos.
—¿Qué estás pensando? —le dije.
La francesa se acercó de nuevo con la cafetera y me llenó el pocillo. Cristal seguía mirando a la familia de al lado.
—¿Por qué los miras así? —insistí.
—Perdón, me distraje. ¿Qué me decías?
—Esa familia, ¿qué tiene?
—¿Te das cuenta de que, si esos niños no existieran, ellos no estarían juntos?
—¿Por qué lo dices?
Cristal levantó los hombros. Me pareció un gesto de otro tiempo. Como si la tensión que proyectaba en los últimos días hubiera desaparecido. Los dos seguimos mirando a la familia durante un rato. Comimos despacio. Vimos cuando los niños se levantaron y salieron corriendo hacia la playa. La mamá les dijo:
—Remember: one hour before swimming
El papá siguió leyendo. Pensé que el libro debía ser uno de esos que leen los gringos en los aeropuertos. Letras para pasar el tiempo y no pensar. La mujer seguía comiendo con pulcritud. No levantaba la mirada del plato. Desde nuestra mesa se veía bonita y delicada. Movía los labios al masticar como dos palomas rojas en pleno vuelo. Tal vez Cristal tenía razón. La pareja no tenía nada de qué hablar sino de los dos monitos que se revolcaban en la arena.
Por un momento pasé de mirar todo ese nuevo espacio donde estaríamos varios días a sentir que Cristal y yo también éramos observados por los demás. Estábamos a la vista de ellos, también de la francesa, de la cocinera, del muchacho que armaba las tiendas afuera y de la mujer que arreglaba las habitaciones. La noche anterior nos habíamos acostado sin hablar con nadie. Después de registrarnos la dueña nos dijo que a esa hora la cocina ya estaba cerrada.
—No me importa. Lo único que quiero es dormir —dijo Cristal.
—Es que viajamos por tierra hasta Tolú —dije. Ella no me paró muchas bolas.
—Pobrecita —fue lo único que dijo mientras miraba a Cristal.
Cristal había dormido durante todo el viaje. Dejamos Medellín y cuando empezamos a subir al alto de Matasanos ya ella estaba cubierta con una manta, la cabeza recostada en un cojín contra la ventanilla. Pensé que la dejaría dormir y en la primera parada ella sola se despertaría. Pero ni en Santa Rosa ni en Puerto Valdivia se bajó del carro. Solo después de cinco horas de viaje dijo que debíamos parar a orinar.
Nos detuvimos en cercanías de Caucasia, en un estadero rústico donde vendían comida costeña. Un tipo muy gordo, que debía ser el chofer de una tractomula estacionada al frente de la ramada, me miraba de arriba abajo sin disimular. Mientras tanto se echaba cucharadas de sopa a la boca. Comía rápido. Esa mano se movía sin pausa, el codo apoyado en la mesa. La sopa le chorreaba por las comisuras de los labios. No dejó de mirarme hasta que Cristal apareció con cara de alivio. Entonces la miró a ella. Y debió sentirse incómoda, porque ni siquiera consideró la opción de comer algo allí.
—Vámonos de aquí —dijo.
Apenas encendí el motor del carro Cristal cerró los ojos y se acomodó con la cabeza en la almohadita contra el vidrio de la ventana. A un lado dejó la manta. No se despidió. No dijo nada acerca de parar más adelante. Nada. Cerró los ojos y se fue. Quién sabe para dónde. Yo también me desconecté de ella. Me olvidé de la carretera y de los peligros que rondaban esa zona.
El camino se prestaba para la ensoñación. Potreros eternos. Palmeras dispersas. Vacas dormidas. El calor sobre el pavimento. El aire espeso. Iba con la certeza de que sería nuestro último viaje juntos. Pensé que debía escoger muy bien las palabras que usaría con Cristal para no agravar la situación. Yo era consciente de que me había aislado de ella y que en los últimos días me inventaba trabajo para quedarme en la oficina hasta una hora en que ella estuviera dormida o a punto de acostarse. Las últimas semanas me había comportado como un extraño. Lo digo en los dos sentidos, para Cristal y para mí mismo. No me reconocía. En otros momentos podría explicarlo todo con nombres de mujeres y de oficios. Una vez fue Piedad, la de jurídica. Otra fue Rosario, la analista financiera. Mercedes, de quien no recuerdo casi nada, Juliana y tal vez Julieta, las gemelas de ventas. Ellas me veían aburrido y yo no escondía mis motivos. Al contrario, los agrandaba. Hasta yo mismo me sorprendía al pensar que en realidad pudiera ser la víctima de un matrimonio que agonizaba. Debo reconocer que no todas me pidieron definirme frente a Cristal. Rosario, por ejemplo, me dijo con claridad que yo era solo una aventura de ocho a seis, y agregó con el mismo lenguaje con el que le hablaba al mensajero: «suerte, bebé, porque yo soy muy feliz con mi esposo». Ella me gustaba más que las otras, pero cuando se iba para su casa yo quedaba en el limbo. En un estado que no era bueno ni malo. Ni infierno ni cielo. Nada.
Ahora pienso que Cristal se daba cuenta de todo porque yo siempre inventaba disculpas bobas. Al principio ella me interrogaba sin clemencia. Después se aburrió de mis mentiras y me dejó solo en esa neblina pegajosa que era mi vida.
Yo dirigía en la empresa los comités de estrategia. En los últimos no pude concentrarme en las discusiones y por lo general terminaba aceptando todo lo que proponían los demás miembros del grupo. Los compañeros me vieron tan distraído que una vez el de talento humano me sorprendió poniéndome su mano gruesa en el hombro.
—Dale un hijo —tardé unos instantes en darme cuenta de quién me había hablado en ese tono, mitad autoritario, mitad paternal. Por un momento pensé que era mi conciencia. Me volteé a mirarlo. —O dos —agregó, me dio otro golpecito con la palma en el cuello, y se fue a su puesto habitual al lado de la ventana.
Lo de los hijos era un tema cancelado con Cristal. Ella no era de esas mujeres que sueñan desde niñas con ser madres. Era, digamos, una profesional con proyecto de vida propio. En la oficina sabían que yo andaba perdido en mi matrimonio. Aunque nunca hablé del asunto en forma abierta, veían que ella no había vuelto a las fiestas de la empresa y que tampoco me llamaba por teléfono durante el día. El tipo había dicho lo que seguro todos los demás pensaban. A Cristal y a mí solo nos salvaría un hijo. Pero por el momento ese asunto estaba cancelado. O, por lo menos, congelado, a la espera de un cambio en la dirección de los vientos. Decidí que debía desalentar a los que trataban de manipularme con sus consejos. Mi vida privada no tenía por qué estar en boca de los compañeros de oficina. Sin embargo, cuando solicité el tiempo libre para irme con Cristal para La Sirena a salvar nuestro matrimonio, el de talento humano, al entregarme la carta de autorización, me dijo:
—Es en serio, dale un hijo.
Los monitos seguían correteando en la playa. Habían construido un castillo de arena que parecía solo un promontorio maltrecho por los pellizcos del viento. Pensé que podría acercármeles y enseñarles a hacer torres redondas con almenas desde donde se avistaran los enemigos. Estuve a punto de decirles «hey, let´s build a real castle», pero me detuve a tiempo. Quién sabe qué pensarían los papás, y quién sabe qué pensarían los rubiecitos. Tal vez me estaba dejando influenciar por las intromisiones de la gente de mi oficina. En cambio, Cristal se veía ajena a esa estrategia de los hijos. Se había acostado sobre una toalla a asolearse apenas a unos metros de los niños. Echada bocabajo, se desabrochó el sostén y se acomodó como para quedarse allí todo el día. Yo me quedé mirándola. Recordé cómo me gustaba recorrerla, con las manos untadas de crema bronceadora, desde los talones hasta sentir el suave calor de sus muslos. El sol y el viento, la idea de que el mundo real estaba muy lejos, la posibilidad de besarle la piel sudorosa y libre de prevenciones, todo eso parecía cosa del pasado. Ahora me atrevía a mirarla solo porque ella tenía los ojos cerrados, o porque no quería darse cuenta de mi presencia allí.
Muy cerca, en la carpa de enseguida, se instalaron la mujer y su esposo. Ella era de esqueleto fuerte. No de esas a las que se les adivina una osamenta endeble detrás de su piel descarnada. Se veía llena sin ser gorda. Parecía más una nadadora que una ama de casa. Pensé que tal vez se animaría si la invitara a nadar hasta las boyas que marcaban el límite permitido para los bañistas. Pero qué pensaría el marido. Antes de que se pusiera las gafas negras con las que se pasó echada al sol durante todos esos días, pude verle los ojos azules, más parecidos al cielo que al mar de Tolú. Juro que me sonrió cuando me sorprendió mirándola. «Hola», le dije, y pensé que era posible que no hablara ni pizca de español. Pero me dijo «Buenes díes». Entonces me animé a gritarle en inglés desde nuestra tienda que los niños se divertían haciendo castillos de arena. El marido me mandó una mirada como para ver con quién hablaba su mujer, y se recostó en la silla de lona a recibir sol. Al lado tenía un vaso que debía estar lleno de whisky. La escena estaba completa. La familia extranjera disfrutando del paisaje tranquilo, Cristal acurrucada en sus pensamientos, y yo sin rumbo definido.
Cristal parecía decidida a no hablarme más de lo indispensable. No me necesitaba. Debía tener muchas cosas en que pensar, y varios libros para leer. Había llevado dos de Chimamanda y uno de Rosa Montero. Suficientes para pasar unos días en silencio, sin tener que gastar el tiempo conmigo en conversaciones que no llevarían a nada. De alguna manera había clausurado la ventana a través de la cual miraba al futuro compartido. Ya no me decía «¿qué va a pasar con nosotros?», y ni siquiera preguntaba sobre lo inmediato. Parecía como si ya no contara conmigo. Entonces le dije:
—Voy a caminar un poco —ella apenas se reacomodó en la toalla y no me contestó.
La playa estaba vacía. Las casas de veraneo vecinas, grandes y lujosas, tenían las puertas y ventanas cerradas. En algunas se veían hombres que parecían empleados. Unos barrían el frente o hacían arreglos en los techos, otros solo estaban ahí como vigilantes de las lanchas varadas a la sombra de un bosquecito de palmeras. Eran las ventajas de estar en temporada baja. En el horizonte del mar empezaban a verse unas nubes negras. Pensé que siempre me había gustado la lluvia en la costa. Tal vez más tarde llovería. Ahora el sol picaba y lo sentía con intensidad en los hombros. Alcancé a caminar una media hora sobre la arena blanda, bañada por las olas. Sabía que me esperaba otra media hora de sol bravo, sin embargo, decidí avanzar un poco más hasta donde la costa bordeaba un peñasco. En la cima había dos árboles pequeños y retorcidos. Me animé a trepar hasta ellos a ver si desde allá se veía La Sirena.
Supuse que era un lugar muy visitado por la gente del lugar, pues debajo de los árboles había varias botellas de ron vacías. Hacia el frente, la vista era puro mar. El vuelo de los alcatraces cruzaba el paisaje y abajo las olas estallaban contra las piedras. Si hubiera seguido caminando no me habría encontrado a nadie más en la playa. Hacia ese lado se veía todo desierto. En la dirección de La Sirena alcancé a ver un cuerpo que se movía hacia donde yo estaba. Parecía un vendedor ambulante. Llevaba una canasta colgada en un hombro y una tabla en la otra mano. Pensé que llevaría cervezas y bisutería. Más lejos se veían las siluetas de las dos carpas. No alcanzaba a ver a Cristal tirada sobre su toalla ni a los niños jugando. El sonido del oleaje y el viento en aquella piedra me hicieron olvidar del calor. El horizonte seguía poniéndose gris oscuro. «Va a llover», dije en voz baja. Me gustó oírme allá solo. Podía hablar sin que me oyeran. Podía decir cosas que hasta ahora solo había pensado en secreto. Entonces dije: «Cristal, yo también estoy cansado». Luego grité. Me salió un sonido extraño. No fue una palabra. No fue nada. Tal vez fue «aaaaaa». Después grité más fuerte «aaaaaaaa». Me sentí liviano. De nuevo grité, esta vez dije con claridad «estoy cansado». Lo hice varias veces estirando las sílabas hasta que me brotó un dolor de muy adentro del pecho y se fue volando como un alcatraz.
—Va a llover —le dije a Cristal que seguía recibiendo el sol. Se había volteado y ahora estaba bocarriba. Supuse que me vio llegar y sentarme a su lado.
—En un ratico voy —dijo sin moverse.
La otra familia ya no estaba en su carpa. Habían recogido las cosas y solo quedaban las sillas de la pareja. El castillo de los niños era una revoltura de arena negra por la que caminaba un cangrejo asustado. «Un baño me caería bien, luego al comedor», dije sin esperar que Cristal me escuchara. Al levantarme vi de nuevo al vendedor de cervezas y de joyas que me hablaba desde lejos. Me pidió que lo esperara. Era un moreno más o menos de mi edad. De pies muy anchos y cuerpo magro. No sudaba a pesar del sol que parecía capaz de derretir todo lo que se le expusiera. Tenía en la cara una expresión de bandido bueno. Hablaba pausado. Miró a Cristal que ardía a unos metros y me dijo que para conquistarla debía regalarle unos aretes. Yo no le puse cuidado al carretazo porque se me pareció a otros que había oído en otros lugares y en otros momentos de mi vida. Los dedos tiesos me entregaron varios juegos de pendientes. Luego se los puso sobre la palma de su mano para que yo escogiera.
—Se los recibe más fácil a usted —le dije, y le di una palmadita en el hombro de piedra. El vendedor me sonrió como diciéndome «hombre, te comprendo, eso nos pasa a todos». Entonces, me sorprendió cuando me dijo que ya habría tiempo para regalarle algo. Yo estaba preparado para rechazarle todos sus argumentos de venta. Uno aprende a lidiar con los vendedores de las playas sin que se sientan ofendidos. Pero este solo me dijo:
—Tengo cositas para el alma, también. Búsqueme por aquí. Siempre estoy por aquí. Mi nombre es Washington —Y se fue sonriendo.
Si debía juzgar por el primer día del viaje a La Sirena, nada nuevo iba a pasar en los siguientes entre Cristal y yo. Esa tarde me di un baño en la habitación, me vestí para ir al comedor y allá estaba ella conversando con la francesa. Se veía tranquila, como si estuviera en su propia casa. La dueña me dio las opciones del menú y me dijo:
—Ella va a comer algo muy suave.
¿Otra vez lechuga pura? Así era Cristal cuando quería imponer sus condiciones de superioridad espiritual. Era una manera de decir: «allá tú si quieres comer como aquel camionero». Ella sabía cómo condicionar mi escogencia. No quería sentirme inferior en su escala de valores del momento, pero tampoco estaba dispuesto a seguir jugando su juego. El grito de desahogo en el peñasco me había dado fuerzas para pensar con autonomía. Cristal no me miraba. La francesa esperaba mi elección.
—Pescado frito con patacones y arroz con coco —dije —. Y un plato grande de sopa de pescado.
Cristal se sirvió un vaso de agua y lo bebió con lentitud, mirando hacia la playa.
—¿Qué quieres hacer en la tarde? —le dije
—¿Hacer?
—Sí. Podríamos caminar. Hacia aquel lado hay una montaña desde donde se ve muy chévere el mar.
—Quiero dormir un rato. Todavía estoy cansada del viaje —dijo, por fin.
Cristal durmió toda la tarde mientras yo tomaba ron con hielo y miraba llover desde la puerta del hotel. El aguacero me hizo recordar otros tiempos, cuando ella y yo deseábamos que lloviera para que nadie nos espiara en el mar. La idea de estar desnudos bajo el agua y solos en el universo parecía invencible. ¿Quién podría derrotar ese estado de felicidad? Pero la realidad me estaba dando una lección. Pedí otro vaso de ron y luego otro antes de ir a ver cómo estaba Cristal. Cuando llegué a la habitación la encontré leyendo La ridícula idea de no volver a verte, el libro de Rosa Montero. Unos meses antes, en su cumpleaños, le había regalado otro libro de la misma autora. Lo había hecho sin saber de qué se trataba, apenas como una broma, pues el título La loca de la casa no daba pistas sobre el argumento de la novela. Recuerdo que no escondió su molestia cuando lo abrió, entonces me arriesgué a decirle:
—Léelo, verás que se trata de otra cosa.
Después supe que la loca de la casa era la imaginación, y seguro cuando lo leyera se iba a arrepentir de haber dudado de mis intenciones.
—¿Qué estás tomando? —me preguntó. A esas alturas de la tarde ya estaba bastante chispeado y no dudé decirle:
—Un ron delicioso, parece de piratas, tómate un trago para que te animes.
Contrario a lo que habría ocurrido en otras circunstancias, Cristal me recibió el vaso y bebió un trago largo. Se quedó mirando la pared.
Sentí que yo estaba fuera de forma. En otro tiempo la habría besado, pero en esos momentos vacilé. No sabía cómo podría reaccionar y no quería jugar el papel del acosador. La dejé que mirara la pintura del frente, que se tomara todo mi ron, luego dijo que bajáramos a comer algo.
Los días siguientes parecían calcados del primero. Ya sabíamos que los otros huéspedes vivían en Londres y se pasaban seis meses del año viajando. Los niños tenían institutrices la mayor parte del tiempo por causa del trabajo de él. Habían venido a Colombia de paso hacia Quito. En las noches el hombre bebía hasta emborracharse y se quedaba dormido en las sillas que la francesa ponía para ver el atardecer. Al otro día parecía no acordarse de nada y llegaba a la carpa con su vaso de whisky como si fuera el primero. Cristal y Alicia se habían hecho amigas. Yo las oía hablar mientras miraba los barcos que pasaban por la línea del horizonte. Alicia era de Trinidad y no había vuelto a visitar a su familia desde que se casó con Sam. Estar en el Caribe, tan cerca de su tierra, la ponía nostálgica, pero ya se había cansado de rogarle a su esposo que la dejara ir con los niños mientras él hacía negocios en otras partes del mundo.
El tercer día una morena alta de caderas grandes llegó al hotel a ofrecer las trencitas. Cristal odiaba esa práctica. Ella decía que era una costumbre mañé de las mujeres del interior que viajaban a la costa y regresaban a la ciudad con una muestra de su alma tropical en el pelo. Alicia no le hizo caso y le pidió a la morena que le hiciera un peinado bien típico de la región. Soportó sin chistar casi una hora de tirones del pelo. Me pareció que quedó hermosa.
—Bo —dije.
—What?
—Bo Derek, la mujer 10 —dije en español. Cristal me miró sorprendida.
Todas las tardes llovió. Después del almuerzo el cielo empezaba a llenarse de nubes y hacia las cuatro se soltaba el aguacero que cancelaba cualquier posibilidad de quedarse en la playa. Los monitos se entraban a regañadientes y se quedaban en la recepción hasta que Alicia se cansaba de llamarlos para que fueran a dormir la siesta. Yo imaginaba que ella y su marido aprovechaban la rebeldía de sus hijos y se encerraban a devorarse hasta caer profundos. Tal vez, si no existieran los dos chicos, estarían como Cristal y yo, cada uno por su lado, a la espera de alguna oportunidad para cambiar el destino.
Cristal dormía más de lo normal. Pensé que podría tratarse de una depresión y que cuando regresáramos a Medellín deberíamos consultar a un siquiatra. Yo me asomaba al cuarto a ver si ya había despertado y si estaría leyendo o trabajando en su portátil. Ella seguía allí, en la misma posición que tanto me gustaba verla. No había nada que hacer. Parecía sentenciado que a nuestro regreso no seríamos más una pareja. Y estaba bien, yo ya empezaba a aceptarlo. Solo quería que ella saliera de ese estado de quietud.
El último día que pasaríamos en La Sirena llovió más temprano. A todos nos sorprendió el agua cuando todavía estábamos en la playa. Los ingleses en sus sillas, Cristal en su toalla, los niños lanzándose balas de arena mojada, y yo, de vigía, avistando barcos en el golfo. Sam grande fue el primero que se entró. Se llevó las toallas, los libros y su vaso de whisky. Sam chico se quitó solo la arena de su cuerpo en el mar y regresó a ponerse a salvo de la lluvia. Tim, el menor, lloraba porque su hermano le había acertado con una bala en el ojo. Alicia lo cargó y caminó con él a cuestas hasta la casa. En el piso, encima de su toalla que ya estaba mojada, Cristal abrió los brazos y las piernas como una estrella marina y se quedó en esa posición unos segundos antes de levantarse. Se veía que quería disfrutar la lluvia en su piel. Yo hice lo mismo, pero de pie y eché la cabeza hacia atrás. Después le tendí la mano para que ella se levantara y los dos nos fuimos a ponernos bajo techo, sin mucha ilusión. Apenas siguiendo el ejemplo de los ingleses.
Cuando Cristal se acostó a dormir esa tarde, pensé en el vendedor de collares. Quería comprarle el más bello de todos los que tuviera en su tabla. No importaba si me lo recibía o no. Sería el símbolo de mi despedida. Lo llevaría con dolor, o tal vez con orgullo, hacia otro capítulo de su vida, con otro hombre que no se desmoronara, con alguien que la hiciera reír y que no la empujara a dormir para no tener que pensar.
Cuando escampó salí a caminar hacia el peñasco. Por ahí cerca debía estar Washington. Todavía caían goterones fríos y dispersos, incapaces de formar de nuevo una cascada de lluvia. Se escuchaba el sonido de la arena tragándose el agua de la superficie. Las palmeras se agitaban con un viento suave. A esa hora la bruma no dejaba ver los barcos en el horizonte. Pensé que el tipo no iba a aparecer esa tarde tan lluviosa. Me acerqué a una de las casas elegantes donde había visto gente limpiando. No había nadie por ahí. Ni siquiera los perros ladraron. Fui hasta la montaña de piedra y subí por un camino que no había visto la primera vez. Los nativos habían hecho escalones para que fuera más fácil el acceso y en algunos puntos clavaron estacones que servían de pasamanos. El paisaje húmedo tenía un encanto especial esa tarde. Mirar hacia el mar me hacía pensar que más allá habría un lugar donde el tiempo es uno solo. Un lugar sin pasado ni futuro.
—Ey, paisano. ¿Me busca? —me gritó el moreno desde abajo.
—Sí. Quería ver los collares que vende.
—Venga—dijo —. Lo espero ahí mismo, donde se asomó ahora.
Entendí que los estacones que habían clavado en el caminito a la cima del peñasco eran más útiles en la bajada. La piedra estaba lisa y varias veces estuve a punto de resbalar. Imaginé la escena con una pierna fracturada, Cristal despertando entre las sombras de la habitación, la francesa gritando en francés, Alicia y los monitos abrazados, haciendo gestos de horror con sus caras, y mi pierna hinchada, inmensa, inmóvil, me hacía apretar los dientes para no gritar.
Regresé contento porque había escogido el más bonito de todos los collares. El que compré tenía cuentas azules y negras. Como para el momento que vivíamos. Era distinto de todos los que tenía el tipo en la tabla. Los otros eran alegres, con piezas anaranjadas, rojas y verdes. Él me había dicho:
—Ese negro y azul es como para un velorio, patrón.
Pensé que entonces este era el preciso.
—Me lo llevo —dije.
Después Washington sacó una bolsa con cigarrillos de marihuana y me dijo que ese era el único remedio que funcionaba para la tristeza. No tuvo que insistirme mucho. Pensé que comprarle uno sería muy poco. ¿Dos? ¿Para qué dos? Al final le dije «dame estos tres». Así el hombre no se sentiría decepcionado de su cliente.
Cristal se había levantado de la cama y conversaba en el salón con la francesa. Ambas estaban sentadas en sillas mecedoras que se balanceaban al mismo ritmo. La dueña tejía mientras hablaba. Cristal la escuchaba. Me vieron llegar y la francesa me preguntó si me había cogido el agua por allá lejos.
—No. Salí a dar una vuelta cuando ya había escampado.
Ahora lo complicado sería encontrar el momento ideal para entregarle a Cristal el collar. Debía hacerlo cuando estuviéramos solos, bien despiertos, en la plenitud de nuestros sentidos. Sería un ritual de despedida que definiría el tono de nuestra separación.
Era la última noche y las dos familias cenamos en silencio. Parecíamos viejos conocidos que ya se contaron todas sus vidas y no tienen mucho de qué hablar. No había tensiones. Cada uno saboreaba lo que la francesa nos había preparado como despedida. Ambos grupos partiríamos al día siguiente. Ya no nos veríamos nunca más. Alicia comía despacio, como la primera vez que la vimos. Sam agachaba la mirada para no mirar a nadie. Los niños se veían extenuados. Nadie, ni Cristal ni ellos ni yo estábamos en realidad allí. Quién sabe en qué pensaba cada uno. Imaginé que se preparaban para el cambio, de país ellos, de vida Cristal.
—¿Vamos a caminar por la playa? —le dije a Cristal y le puse mi mano derecha sobre la izquierda suya. Alicia miró las dos manos juntas y se debió dar cuenta de que la de Cristal se escurrió y agarró el vaso de vino que tenía a su lado.
—Estoy un poco indispuesta —dijo —. Debe ser el vino tinto. Ya sé que en las noches solo puedo tomar blanco.
Cristal se fue para la habitación. Prometió regresar en un rato, cuando se le pasara el dolor de cabeza. Alicia se llevó a los inglesitos que se habían quedado dormidos en la mesa. Sam me dijo que saliéramos a fumar. Me pareció que ya estaba muy borracho, pero me lo dijo como si fuéramos viejos amigos. No teníamos nada en común. Sam era un empresario viajero, al parecer exitoso. Yo ostentaba el título de director de estrategia en una empresa de Medellín, pero, en realidad, no me interesaban los negocios ni la estrategia empresarial. Tampoco sabía muy bien qué me interesaba en ese tiempo. Solo sentía que algo dentro de mí no funcionaba. Cada día era peor. Y tampoco quería hablar de ese asunto tan personal con un extraño. Sam sacó una caja de habanos y me mostró uno. Quien lo viera pensaría que era un mago a punto de empezar un truco. Señaló la bandita que lo rodeaba en el extremo inferior. Vi que decía: Montecristo número cuatro. Supuse que era algo muy exclusivo. Me dijo que sintiera el olor antes de encenderlo, like this, dijo, y se lo puso debajo de las ventanas de la nariz. Pensé en las tabacaleras de Cuba y en las manos de las mujeres que habrían trabajado en ese cigarro que ahora estaba en las de un inglés rico. Y también pensé en Alicia, con sus trencitas y sus ojos azules transparentes. Fumamos en silencio. Él se tomaba un whisky y yo una cerveza. Dos aspiradas fueron suficientes para sentirme mareado. Sam se burló y me dijo que me quedara con la caja. En esos momentos me acordé de los cigarrillos que me había vendido Washington. Ahí los tenía, justo en el bolsillo del pantalón. Delgaditos y frágiles. ¿Así era yo? Mientras el inglés recorría el mundo con su familia, tomando whisky, regalando habanos costosos a desconocidos, yo no tenía nada de qué sentirme orgulloso. Seguimos ahí sentados un buen rato hasta que de pronto Sam se levantó despacio, tratando de no tumbar la silla.
—Adiós, amigou —dijo, y se fue tambaleándose para su habitación. Yo me quedé ahí en la mecedora de mimbre, mirando la noche fría que susurraba. Esperé hasta que todo estuvo en silencio. Ya no se oían movimientos en la que debía ser la habitación de la francesa. En la cocina tampoco se sentía nada. Entonces encendí uno de los cigarrillos de marihuana. Sentí el sonido de la yerba encendiéndose en mis labios, el humo entrando en mi cuerpo, la posibilidad de escapar hacia las estrellas, la calma de la soledad.
Esa noche me acosté como un muerto encima de la manta con la que Cristal se protegía del soplo del ventilador. Así me quedé dormido y me hundí en un sueño plácido. Dejé que Alicia entrara en la habitación. Esperé a ver qué quería. No me moví cuando ella subió una rodilla en la cama al lado de mis piernas, luego la otra, y con las manos se ayudó hasta acostarse entre los dos. No hice ruido. Traté de no respirar para no despertar a Cristal y para no espantar a Alicia. Ella era leve y de piel suave. Su cuerpo soltaba un olor a habano fino. Sentí sus manos que me acariciaron la cara y no eludí sus labios. Cristal seguía dormida al lado. Alicia ya estaba bocarriba, sus manos abiertas sostenían mi cara. Flotamos juntos un tiempo indefinible. Las olas de sus piernas me mecían sobre ella. En aquella silenciosa oscuridad debió sentir mis lágrimas.
Cuando abrí los ojos ya había amanecido. Cristal se estaba duchando. Un sentimiento de tristeza no me dejaba moverme de esa posición de cadáver. Así me encontró cuando salió del baño envuelta en una toalla.
—Hola —me dijo —. ¿A qué horas salimos?
Estaba aturdido por todo lo de la noche anterior y el corazón me latía desbocado. Sabía que debía alistarme para salir antes de que nos aplastara el sol en la carretera, pero no atinaba a levantarme.
—Te quiero dar algo antes de que nos vamos —le dije.
Cristal se empezó a frotar las piernas con crema suavizante. Me dio la impresión de que no me había oído. Entonces me levanté muy despacio y busqué el collar que había comprado para ella.
—Recíbemelo. No me digas que no.
Ella dejó a un lado el tubo de la crema y tomó el collar con delicadeza. Quién sabe qué sintió y qué pensó. Solo recuerdo que me miró y no encontré odio en sus ojos. Me dijo «gracias».
La francesa nos esperaba en el muelle donde debíamos tomar la lancha de regreso a Tolú. Nos entregó dos sánduches para el camino y abrazó como una mamá a Cristal.
La lancha arrancó y al pasar frente a La Sirena vimos a los ingleses que nos decían adiós con las manos. Después dejamos de ver la isla.
16 de abril 2020