23 años de El cine era mejor que la vida

Written by Juan Diego Mejia
Category: Reseñas y Entrevistas Created: Wednesday, 22 April 2020 14:10

En la neblina de las posibilidades: 23 años de "El cine era mejor que la vida"

Santiago Díaz Benavides - @santiescritor

En 2020 se cumplen 23 años de la publicación de El cine era mejor que la vida, de Juan Diego Mejía.

 
"Estoy en un cine de adultos, a una hora en que Mejía debería estar trabajando como cualquiera de los padres de mis compañeros de clase. Adentro se vive una oscuridad a medias, con un telón grande y de un terciopelo entre morado y negro que se mece levemente en las cercanías del piso", fragmento del libro El cine era mejor que la vida.Santiago Díaz

 

La campana de la Iglesia sonó a las 6:40 de la mañana. Aunque estaba despierto desde antes, el sonido metálico terminó de espabilarme y me di cuenta de que estaba muy lejos de casa. Me levanté y tomé el teléfono para revisar los mensajes pendientes, si es que había alguno. “En ExLibris de Carlos E. Restrepo, a las 8am”, decía un recordatorio en la parte alta de la pantalla. Eso habíamos acordado el día anterior. Rápidamente tomé una ducha y me organicé, pero se me hizo tarde porque olvidé la clave de la caja fuerte. En la habitación del hotel en que me hospedaba había una de estas cajas con clave y la noche anterior, estando medio dormido, la usé para guardar mi dinero. Obvio no recordé los dígitos que marqué y me vi en la necesidad de pedir ayuda a la gente del hotel. Eso me tomó un tiempo y llegué a la cita con veinte minutos de retraso.

 
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Vine a Medellín en aquella ocasión para hablar con Juan Diego Mejía sobre el que es, posiblemente, su libro más emblemático. A la fecha, han pasado 23 años desde su publicación y, luego de varias ediciones, el título de esta novela sigue haciendo tanto ruido como al inicio. Si lo pensamos bien, en ocasiones, es indiscutible que el cine es mejor que la vida.

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“Escribí este libro con el ánimo de recordarlo a mi padre, pero a medida que lo iba escribiendo me daba cuenta de que no era lo que tenía en mente. El libro hablaba sobre mí. Cuando lo terminé, se lo mostré a mi exesposa y ella lo mandó al concurso de novela de ColCultura. Se encargó de todos los trámites y yo en ningún momento supe que el manuscrito estaba concursando, hasta que gané. Para mí fue importante porque, primero, se trataba de una catarsis, y segundo, me permitió conseguir un premio en el inicio de mi etapa como escritor. Más allá de todo esto, sí tenía la impresión de que había hecho un juicio muy fuerte ante la figura de mi padre. Me preocupaba mucho eso, pero lo cierto es que estaba siendo duro conmigo mismo”. 

El protagonista de esta novela es un niño de ocho años que no logra imaginarse la vida sin la presencia de su padre. Lo adora a Mejía, como él lo llama. A ambos los une, además del fútbol, el cine. “Empecé a entenderlo esa tarde cuando fuimos a ver El gran escape en el Junín, y ahora, tanto tiempo después, pienso en él sentado en la sala del teatro, preocupado, simulando estar conmigo, sonriendo a veces, y sacando como un mago de sus bolsillos colombinas y otros dulces que me mantenían ocupado (…) No importaban la película, ni el teatro, ni la hora. Había dicho “cine, cine, cine”, pensaba casi en voz alta, y empecé a imaginar a la vendedora de boletas, y al señor uniformado que las parte en dos y se guarda la mitad, y los afiches de otras películas que algún día veré. Ambos, Mejía y yo, estamos unidos por el cine”.

 

La relación con su madre, en cambio, no es tan intensa. El niño, cuyo mayor interés es tenerlo cerca a Mejía, sin saberlo, se irá dando cuenta de las tensiones que existen en el mundo de los adultos e irá formando parte de ellas. Por ello, se va a vivir un tiempo al campo con su abuelo Juan y allí, ante la complicidad de Judith, su tía abuela, descubrirá el gusto por los libros de aventuras y comprenderá el duro peso de las ausencias. Este es un relato sobre la pasión por el cine y el fútbol, sobre la ingenuidad de un niño que mira de lejos los emprendimientos frustrados de un padre idealizado, sus anhelos imposibles y los amores contrariados.

“En el libro no menciono muchas películas y eso puede ser un problema para el lector que decide acercarse porque tiene como referencia el título”, me cuenta Juan Diego, ante la pregunta que previamente le he hecho, mientras nos tomamos un café. “Me parecía suficiente para que ese niño, que es el personaje, entendiera que había un mundo muy distinto al que estaba viviendo, un mundo fantástico. El que él ocupaba era algo duro y, de alguna manera, sentía la necesidad de huir. El cine termina por ofrecerle esa posibilidad”.

El espacio de la novela es Medellín. Esta ciudad a la que llego después de mucho tiempo y en la que me recibe un escritor, un par de boletos para cine, un amor imposible y un plato de espaguetis en Versalles. Él me cuenta que el escenario que tenía en mente era la ciudad antes del brote del narcotráfico. Un lugar que le permitiera ser lo más fiel posible a sus memorias. Mientras uno va leyendo, puede sentir que el narrador va con una pequeña camarita entre las manos y va capturando el mundo que se le atraviesa. Y todo se ve grande. Es lo que se alcanza a ver por encima del hombro de un niño que se acurruca calladito para escucharlo todo. Un niño al que le fascinan el fútbol y las películas de vaqueros, que comienza a sentirse atraído por las niñas y no quiere hacer más que pasarse los días en el cine.

 

“Siempre tuve una fascinación por las salas de cine. Entrar en ellas, a oscuras, con ese olor distinto y, de repente, descubrir mil y una maravillas que salían de la pantalla. Todo era un asombro. Aún hoy no he podido superar mis primeros encuentros con el cine y la sensación que me produce el hecho de estar frente a la pantalla en una de estas salas. Veo la tv y eso, pero nada se le parece ni logra imitar la emoción que se siente al llegar a un teatro y esperar a que se apaguen las luces”.

Es el cine la excusa a la que acude el autor para tratar un tema más profundo. Se trata de un pacto entre el padre y el hijo, o entre el mundo de los niños y el de los adultos. El cine termina obrando como una representación de las fantasías de este niño que intenta escapar de una realidad que, en ocasiones, le repele. Y de estas intenciones se desprende el tema central de la novela: el padre. 

“Existe una fascinación por la figura del padre, de eso no hay duda. Tengo la sensación de que en la literatura colombiana reciente nadie tiene un tema seguro. Creo que hay pocos intereses en común y eso hace que la cosa se torne en una búsqueda. Todos tenemos la opción de construir una buena obra desde posturas muy distintas. Pienso que todo en la literatura se trata de esperanzas, de estar en la neblina de las posibilidades. A medida que todo aquello que ha estado nebuloso comienza a despejarse, el escritor podrá ir encontrándose. Me parece que eso es lo que he estado intentando desde el inicio y, obviamente, al interior de esta novela. Lo que he querido es encontrarme, mientras buscaba los rastros de un hombre al que adoré”.

 

Este personaje del padre, que en la novela no es otro que Mejía, es un hombre al que lo superan sus deseos. Se trata de un comerciante que siempre está a punto de triunfar, pero antes de lograrlo termina absorbido por la bebida, su eterno fracaso. Vive constantemente en medio de una fantasía amorosa que le impide dimensionar el amor de su esposa Laura y la devoción que su hijo le tiene. Pierde de vista que por más difíciles que puedan ser las cosas, la felicidad siempre lo espera con los brazos abiertos detrás de las puertas de su casa. A Mejía no le basta su vida y prefiere ir buscando siempre ese brillo tenue que emerge entre lo oscuro de las decisiones erradas.

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Le cuento a Juan Diego sobre mis percepciones alrededor de cómo el niño lo idolatra a este padre y él me hace caer en la cuenta de que ya había acudido a esta figura en varios de sus otros escritos, pero es en el cuento “Un capitán para otro barco” (1986), donde el autor encuentra una génesis para el modelo del personaje en la novela. El cuento aborda aquel episodio en el que Mejía está decidido a montar un negocio y, efectivamente, lo hace, pero termina quebrando y se ve en la necesidad de iniciar desde cero. Él se siente como el capitán de un barco (idea que se vuelve a tratar con fuerza en otra novela del autor: Soñamos que vendrían por el mar) y constantemente sueña con un regreso al mar para reencontrarse con su amor perdido, Evalú. Mejía vive en una realidad que lo asfixia y le obliga a imponerse metas que ni siquiera sabe si va a cumplir.

 

Lo más impactante en la novela que, en mi opinión, es un libro capital de la literatura colombiana contemporánea, es la forma en que el autor logra recrear al niño que se halla en su interior, con todo y sus dudas y temores. Se trata de una pieza fabulosa en la que el intimismo se hace presente a través de esta figura del niño, haciendo una exposición a viva voz de lo que suele ser la infancia: situaciones de dolor y alegría, momentos que se quedan fijos para el resto de la vida. Se lo digo así a Juan Diego, que se queda mirándome y agradece mi lectura. Yo lo miro a él y le agradezco su escritura. Le hago consciente de que toda la complejidad del mundo interior del niño es finamente traducida por su pluma. El suyo es un libro en el que, sí, impera el personaje del padre, pero en el que la consciencia del niño, la memoria propia del autor, es la que termina por marcar el ritmo narrativo, tan lleno de interrogantes, miedos y frustraciones, envuelto todo en largos párrafos, pocos diálogos, y ambientes que fluyen y le permiten al lector sentirse como al interior de un diario que se va tejiendo a través de los recuerdos.

“Creo que he logrado contar lo que quería. La última imagen que tengo del libro es este niño con su mamá viendo La novicia rebelde y recordándolo a Mejía. De alguna manera, obedece a lo que yo tenía en mente. Quería que este personaje del padre quedara como una especie de mito, algo que ya no está, pero que se recordará toda la vida. Es una promesa que se hacen el niño y Mejía en algún momento. El padre volverá siempre sonriente y soñador, y el niño lo va a esperar”.

 

Terminamos de hablar, pagamos los cafés, Juan Diego compra un par de libros y me ofrece un ejemplar del periódico Universo Centro. Pienso que es momento de despedirme, pero él insiste en que lo acompañe a su taller. Nos vamos caminando y me cuenta que la biblioteca a la que vamos queda en un barrio de profesores y fue construida en la década de los 50, en alianza con la UNESCO. “Todavía la están arreglando”, me dice, y la frase parece hacerle un guiño a la lentitud de nuestras tierras. “Es que creemos que hacer más va a dar más, cuando en realidad es lo contrario”.

La sesión de turno en el taller gira en torno a una novela sobre un tipo al que el punk le hace la vida. Los asistentes se han quedado viéndome como si fuera un bicho raro y, seguramente, esperan que participe como ellos. Pero solo he entrado para observar y escuchar. “La importancia de la novela, de escribir una novela, está en sus escenas”, menciona Juan Diego y recuerda nuestra conversación minutos antes. Me presenta ante el grupo y todos me miran. Entiendo que ya no tengo que abrir la boca. Lo veo a Juan Diego, ahí, escuchando a los otros leer, hablando sobre literatura, y sonrío. Es el último recuerdo feliz que tengo de mis visitas a Medellín. Un año después, aún recuerdo sus gestos, sus palabras y lo veo entrando al cine, con la camiseta del DIM puesta, siendo ese niño, pensando en su Mejía y viviendo la vida.