VESTIDA PARA BAILAR 14 DE JULIO DE 2009

Category: Artículos Created: Thursday, 29 June 2017 03:48

No podría precisar la hora. ¿Las diez? ¿las doce? La calle Colombia en Medellín  está despejada y el viento arrastra pedazos de afiches que anuncian algo que ya habrá  terminado. Voy bajando del puente sobre el río hacia el occidente y acabo de recordar que era allí precisamente donde mis primos me llevaban a conseguir cañas para construir cometas en época de vientos.

Por un instante deja de ser noche y el cielo brilla como en esas tardes de agosto en las que sosteníamos la pita que nos halaba hacia arriba, donde estaba el diamante rojo sacudiendo la cola como un dragón alegre. De pronto esa imagen. Una mujer vestida igual que las cometas de mi infancia me busca en la trayectoria del carro como si me estuviera esperando. Me mira desde lejos, da dos pasos hacia el peligro de la calle, empieza a inclinarse, cierra un poco los ojos, no me ve todavía, retrocede cuando nota que no me orillo hasta donde está ella. Una bufanda enroscada en su cuello se mueve con el viento de la noche. Una pierna aparece en la abertura de su traje brillante. Paso junto a ella que ya no me mira porque espera el siguiente carro. Cuando avanzo unos metros llenos de noche y de no retorno, pienso: Dora.

No es fácil sacudirse una imagen que trae un desfile de recuerdos. El fuego de Ziruma, la finca de Manuel Mejía Vallejo, caras conocidas que sonríen mirando hacia donde dos mujeres cantan, el viejo maestro se toma su trago y piensa mientras las oye cantar. Tal vez algún recuerdo antiguo se le atravesó y lo hace ver como si estuviera aislado de los demás esa noche. Pero todos saben que ahí está aunque no esté. Hombres y mujeres concentrados en la música. Dora está cantando con su hija Dora Luz. Es un sábado lejano.

En su casa del barrio Prado en Medellín los muebles hacen juego con los cuadros que nos miran desde las paredes.  Colores fuertes, sin vacilaciones. Los sillones son extensiones de los muros. Las voces de los que están sentados en ellos son jóvenes y prometedoras. Víctor Gaviria habla de sus películas. José Libardo Porras nos cuenta una de sus novelas. Todos oímos, reímos, nadie se queda callado. Ni siquiera el cura Marino Troncoso, que no sabe que en pocos días va a morir. Él también habla de sus planes. Dora celebra con su sonrisa delicada. Está feliz, como dicen que siempre estuvo en esas reuniones de su otra casa en la calle Caracas, la que se llevó el ensanche para que cupiera la Avenida Oriental. Eso fue años atrás, con otros jóvenes de entonces. Con Manuel, con Óscar Hernández, Justo Arosemena, Olga Helena Mattei, Leonel Estrada, tal vez con Carlos Castro Saavedra, tal vez con muchos otros que la recuerdan como yo, joven y feliz.

Ahora la veo caminar con aire de ama de casa  que riega sus matas. Pero no lleva en sus manos una regadera con agua sino un pincel, y su delantal tiene manchones de los colores de sus muebles. Está lista para la grabación del documental que haremos con Juancho Garcés. Los técnicos la miran desfilar y no se atreven a interrumpir su paso por la pasarela de sus cuadros. Ella entra dócil al campo iluminado. Mueve su brazo que se arrima tranquilo al caballete. La vieja cámara de video se llena de sus movimientos, poco a poco entiende que se trata de una artista que ya ha hecho la mayor parte de su obra y que hay mucha vida en sus pinturas. La cámara la escucha cuando ella le habla y le cuenta su historia, sus estudios con Eladio Vélez, su disciplina para acompañar a sus hijos mientras crecen y luego, cuando ya todos pasan los días en el colegio, su fiebre por pintar. Antes de irnos de su casa hacemos espacio en la sala, iluminamos de nuevo, esta vez un área mayor porque ahí se moverá la artista que bailará tango con la seriedad de quien pule un cuadro. Son los años ochenta. Nosotros apenas empezamos a saber muchas cosas, casi todo lo desconocemos. Recogemos los equipos, nos despedimos con los ojos todavía sorprendidos por la lección de vida que acabamos de ver y pensamos que ojalá haya quedado bien registrada por la cámara de Juancho. Ella, la artista, se queda con su traje de baile, con su maquillaje retador de luces y oscuridades. Nosotros nos vamos sin poder borrar su imagen de nuestras mentes, como no puedo borrarla esa noche cuando paso junto a ella en una calle de Medellín sin que me reconozca. Es Dora que va a bailar, pienso cuando desaparece lentamente en el retrovisor de mi carro. Tantos recuerdos merecen un tiempo para sentirlos y entenderlos.

1923, Medellín.

Cuando Dora Ramírez nació, Medellín era una pequeña población de cien mil habitantes y doscientos carros. Ya Carrasquilla había dejado su Santo Domingo frío, feo y faldudo y vivía en Medellín. Se mantenía en el café La Bastilla sentando cátedra sobre todo lo habido y por haber, en especial sobre literatura. Don Gonzalo Mejía ya construía teatros, abría carreteras, producía películas y se metía en otros proyectos fantásticos que revelaban la urgencia de los antioqueños de ponernos a tono con los tiempos. Era la época en la que Medellín se asomaba a la modernidad y se encendían las primeras luces del conocimiento universal.  Sin embargo, la ciudad mostraba todavía los signos del aislamiento del resto del país que la caracterizó durante todo el siglo XIX. A Dora Ramírez le tocó vivir una época de mentalidades atrasadas que hicieron de nuestra sociedad una de las más conservadoras y cerradas en su forma de vida. La mujer estaba destinada al matrimonio y a permanecer en la casa. Las actividades profesionales eran casi exclusivas de los hombres y en el arte era impensable que un nombre femenino fuera tenido en cuenta más allá de los costureros y de las pinturas decorativas del hogar. Muchas mujeres pensantes preferían irse de monjas antes que resignarse a que sus vidas se redujeran a velar por un marido y una casa en aparente orden. Al pensar en esos años veo a Dora luchando por no dejarse atrapar por una telaraña social que conspiraba no sólo contra su desarrollo artístico sino contra su propia felicidad. Seguramente pasaron muchas cosas en la vida de Dora. Muchos acontecimientos la forjaron desde cuando era una niña pintora en un colegio de monjas de Medellín, pues esa noche quien salió a esperar el carro que la recogería en la calle Colombia era una mujer que brillaba con luz propia y se movía segura entre el viento frío y oscuro de la ciudad. 

Un poco de la vida de Dora

Se sabe que Dora estudió con las monjas de El Sagrado Corazón y luego empezó a estudiar Arte y Decorado, la carrera que hacían las mujeres de la época, siempre pensando en estar bien preparadas para el hogar. Después siguieron el matrimonio y los hijos, asuntos que le hicieron aplazar sus deseos de pintar durante quince años. Seguramente en este tiempo se gestó en buena medida la poética de su obra que empezaría a construir después de recibir clases con grandes maestros como Eladio Vélez, Rafael Sáenz, Anibal Gil, Richard Kathmann y de  abordar sus temas sin contemplaciones hacia las enseñanzas de las monjas ni a la represión de la sociedad. Imagino el paso lento de las horas mirando las frutas sobre la mesa del comedor. Las ventanas abriéndose para que entre el aire que viene de afuera con todos sus misterios. Los manteles en reposo después del almuerzo. El recuerdo de los tangos que sonaban en las cantinas de la ciudad cuando ella venía con su papá camino al colegio. Las figuras cambiantes de sus hijos, los recuerdos de las estrellas del cine. Así se debió meter en su sangre un ritmo y una quietud propias, unos colores, unas luces, unas formas que más tarde aparecerían en sus cuadros.  Todas estas imágenes atropellándose por salir  la llevaron a tomar decisiones personales como la separación en tiempos difíciles para las mujeres y la consolidación de su deseo de pintar y ejercer el oficio a su manera, instalando su caballete en medio de su vida de hogar, rodeada por sus hijos, por los objetos de la casa, por los sonidos de la cotidianidad, no al estilo de los artistas tradicionales aislados en su estudio, lejos del dulce vértigo de la vida en familia.

Sobre su trayectoria artística

Al mencionar a Dora Ramírez en el medio artístico de inmediato surgen nombres  a los cuales está asociado el suyo. Fernando Botero, el grande que siempre ha admirado su obra y la ha considerado una de las figuras más representativas del arte contemporáneo. En 1971 aparecen juntos en la Exposición de Arte colombiano que se realizó en San Juan de Puerto Rico.  Débora Arango, su amiga, la artista que luchó toda su vida contra la misma sociedad pacata y retardataria a la cual se enfrentó Dora. Después llegaría el momento en que Dora la convenciera de exponer de nuevo sus obras y no darse por vencida ante los círculos que la sancionaban moralmente.  Marta Traba, la inteligente escritora y crítica argentina que le habló claro a nuestro país sobre el arte y sobre el valor de ir a la vanguardia sin miedo a la soledad. Otros artistas que aunque no pertenecen a la misma generación hacen parte de una cierta actitud común frente al arte, como Félix Ángel, Rodrigo Callejas, John Castles, Francisco Valderrama, Javier Restrepo, Aníbal Vallejo, Marta Elena Vélez, Óscar Jaramillo, Álvaro Marín, Alberto Uribe, Hugo Zapata, Humberto Pérez, Juan Camilo Uribe. Escritores que de alguna manera le infundieron fuerza creativa a su obra como Fernando González, con quien compartió conversaciones alrededor del arte y de la vida.  Manuel Mejía Vallejo, el amigo entrañable que no sólo hace parte de su historia y de la de su familia sino que permanece con su figura mágica en uno de sus cuadros. Y para comprobar que el arte tiene esas ventanas que comunican a los seres humanos con la fantasía, Dora aparece en Aire de Tango, la novela urbana de Manuel que cuenta los años de bohemia y evoca la Medellín de la industrialización, los despechos, los lances a muerte con cuchillos rezados. 

Desde cuando inició su carrera como pintora,  Dora Ramírez ha estado en el centro del universo artístico de Colombia a pesar de que nunca hizo parte de los círculos arribistas encargados de pontificar sobre el arte. Conquistó distinciones en la década de los sesenta, y ya para los setenta era una figura indispensable en el panorama de la pintura colombiana. En 1970 participó en el XXI Salón Nacional de Artistas que se realizó en Bogotá. En 1972 hizo parte de  la Tercera Bienal de Arte de Coltejer, un evento que marcó la actividad artística de nuestro país. En esa misma década expuso en la Unión Panamericana en Washington. Se consolidó con el grupo de artistas antioqueños en el XXIV Salón Nacional. Exhibió su obra en París y además produjo un gran mural en la empresa Enka de Colombia dedicado al trabajador y su jornada. Su carrera ascendente continuó sin pausas durante los ochenta y su obra estuvo en varias partes del mundo, siempre bien recibida, con el entusiasmo que producen las creaciones llenas de vida, talento y sentido humano. 

Sobre su obra

Los especialistas ya han hablado de la obra de Dora Ramírez. Impresionan las palabras de personajes como el cubano José Gómez Sicre, emblema de la crítica de arte americano, quien valora su pintura como PINTURA, así, con letra mayúscula y destaca la forma como Dora utiliza la realidad para “extraerle brillantez y para darle un impulso agigantador, un hálito de monumentalidad”. O el texto del poeta enorme, Mario Rivero, conocedor del arte y de la palabra. Mario dijo una vez que en “ella (en Dora) habla más bien la valoración de una imagen, llena de fuerzas vivas, mediante la cual quiere reflejar la época, el medio ambiente social, el hombre, pero siempre lo más cerca posible de la realidad, evitando conscientemente la anticuada zona de ‘lo bello’ o el impacto de lo trascendental”. Y Marta Traba afirmó que “En Colombia la vanguardia adoptó una posición intermedia entre el esoterismo y la necesidad individual de seguir comunicando con el público(…) Vanguardistas solitarios como los mencionados Bernardo Salcedo, José Urbach, Dora Ramírez, Marta Elena Vélez con sus pinturas pop, dan el tono de moderación de la posición de la ruptura…”. El poeta Elkin Restrepo, quien comparte con Dora su devoción por los mitos del cine, dijo: “Fiel a sí misma, de todos modos, Dora Ramírez ha conseguido darle una notable consistencia a su trabajo. Mucho más atraída, ahora, por imágenes y objetos, que la evocación, la simple memoria, llena de encanto y sutiles correspondencias, su pintura parece entrar en su período de mayor interés, de enriquecedores hallazgos. En efecto, ese paso que existe entre sus figuras agigantadas de hace unos años y la nostalgia, discretamente irónica, tiernamente idealizada, de sus retratos de artistas famosos de ahora señala también el momento de un mayor dominio técnico y de un mayor efecto del color. Hay, igualmente, un aprovechamiento de lo cursi, del mal gusto, moños, cintas, retratos, que ayudan a esa atmósfera encantadora en la que lo único que se compromete es el sentimiento del espectador, su apego a sí mismo”.  Muchos otras voces también hablaron de Dora y su obra. Tal vez habría que ampliar aquí el espacio dedicado a transcribir todas esas opiniones, sin embargo, ahora quiero pensar de nuevo en sus pinturas para entender un poco más a la mujer de aquella noche de la calle Colombia. 

Los recuerdos me llegan en desorden, como si las fechas en las que pintó sus cuadros se lanzaran al aire y cayeran ante mis ojos en una secuencia amañada. Flotan las mantas de cuadros de colores rojos, azules, blancos y amarillos. Forman en el aire figuras de seres alados que se convierten en mansas telas iluminadas por la luz de la luna. Así pasan las horas, las cuatro, las cinco, las seis, amanece, el desayuno como testigo de una vigilia encantada y luego las seis de la tarde que anuncian otra noche de silencios, de reflejos del cielo sobre la geometría de las mantas.  A ese mismo cielo por el que vuelan los astronautas llegan uvas y duraznos, un regalo merecido de la tierra a los hombres que se fueron a la aventura del espacio con la ilusión de pisar la luna y mirarnos desde allá. Dora les manda su mensaje de cotidianidad que ha quedado grabado en la memoria de todos. 

El sol de la Guajira, el viento del desierto, las pieles tostadas de mujeres que avanzan a paso de tambores y hacen retroceder a los hombres que por fin se cansan y caen como señal de sumisión ante la fuerza femenina. Es el baile de la Chicha Maya que retumba en los cuadros de Dora. Son nativas envueltas en sus mantas, hermanas de las sugestivas telas de los cuadros de la pintora. 

Las luces del teatro se apagan porque ahora aparecen los rostros de las bellas y elegantes de otros años. Greta Garbo, Marlene Dietrich, Gloria Swanson, Pola Negri, María Felix, Marilyn la triste, Rodolfo Valentino el que hizo enloquecer de amor a hombres y mujeres. Son la imagen de un pasado que muchos no alcanzamos a conocer pero que al mirarlo en esta serie de los mitos nos llega con una carga de nostalgia inexplicable y misteriosa. Algo parecido a lo que sentirán otras generaciones que no vivieron la presencia de los Beatles. Verán sus rostros blancos y desde lejos les llegarán recuerdos vivos como si Lennon, McCarthy, Harrison y Ringo todavía estuvieran allí, cantando y sacudiendo sus guitarras.

Bolívar y Manuelita desfilan a esta hora en mi memoria. El libertador serio, como lo hemos imaginado siempre. Manuelita orgullosa, como libertadora del libertador. Bolívar desnudo y blanco, montado en el caballo de Rousseau, es decir, cabalgando libre en el pensamiento más avanzado de su tiempo. Dora parece reencarnar en cada uno de estos personajes. Quienes la conocemos sabemos de su fascinación por las vidas de quienes han marcado la historia de la humanidad. Al mirar a los protagonistas de sus obras no podemos dejar de pensar que es ella misma quien está metida en esos rostros planos. Es el fantasma tras los mitos. La fuerza que les da vida a través de los años. 

Y después viene el maestro de Ziruma. Manuel Mejía. El novelista de frente ancha, con su mirada sincera, sus boticas sencillas, sus montañas al fondo, tanta historia en ese cuadro como en las llamas de Gardel que  sigue sonriendo porque sabe que el fuego lo hace inmortal. Y ella lo pinta con el amor de quien ama la belleza y la música y el arte. Pero antes que sus cuadros, fueron sus hijos, y ahí están entre mantas, al viento y junto a las montañas, sobre una tortuga, en la quietud de la casa, en el espíritu de su obra. 

Son muchas las pinturas de Dora, y de ellas, como ya sabemos, se han ocupado las voces más autorizadas de la crítica. Las vemos desde la época de sus dibujos en carboncillo, cuando retrataba a los amigos, a los hijos de ellos, a los amigos de sus hijos. Hay también una huella importante de Dora en su trabajo con jóvenes y con niños porque siempre ha creído en ellos como la posibilidad de crear. Prueba de esto es el mural realizado por niños bajo su dirección en la biblioteca Pública Piloto de Medellín. Y esa fe en los creadores se refleja desde cuando hacía las portadas de los libros de Papel Sobrante, aquella vieja empresa editorial fundada por Manuel Mejía, Oscar Hernández y los contertulios de entonces. Esa misma convicción de que la vida es mejor al lado del arte la llevó a dirigir y curar las obras de varios autores que representan vírgenes  en las estaciones del metro de Medellín.

Aire de tango

Escenario a media luz, marcas de pasos en el suelo, amores lejanos, sueños antiguos, la historia de Jairo, el que nació el mismo día en que se tostó Gardel en Medellín, el recuerdo de Guayaquil cuando ya había muchos obreros en la ciudad con nostalgia de sus pueblos y de sus mujeres. La cantina donde se reúnen los hombres con otros hombres y con mujeres de maquillaje corrido, el lugar donde se pelea por el honor y se cambian besos por puñaladas. Una madame que impone su figura en medio de pasos entre retadores y deshauciados. En ese mundo de luces tenues se mueve Dora y se le ve liviana como una hojita, alegre y joven como siempre la recuerdo. En escena también está Dora Luz, que diseña, dirige y canta en el musical Aire de Tango, casi tan famoso como la novela de Manuel. Por ahí pasan como ángeles en tacones María José, Adelaida y Valeria, las herederas de una belleza misteriosa y de ese mismo espíritu creador y siempre libre de su abuela, la Pintora. Hay que ver a Dora en acción para entender de qué está hecha esta artista que atravesó casi todo el siglo XX con sus propias convicciones, sin agacharle la cabeza a una sociedad que siempre ha querido someter a las mujeres. Dora ensaya con todo el grupo de bailarines y bailarinas. Repite los pasos una y otra vez hasta que se siente el engranaje perfecto.  Viaja con todos en las giras. Se maravilla con las ciudades que visita, les sonríe a las personas que conoce, les habla de Medellín y del tango. En las noches de función unta su maquillaje sobre su piel con la misma dulzura con la que pintó cientos de cuadros que le hicieron un lugar en el arte americano. Ella está feliz porque cad.a vez baila mejor, como si el baile fuera la síntesis de una vida bien vivida. 

La dejo atrás esa noche cuando paso por la calle Colombia. Segura y feliz. Vestida para bailar. Así la pienso siempre, cuando miro sus cuadros, cuando oigo un tango, cuando alguien menciona su nombre en mi presencia.