EL DIM, POR ESAS COSAS DEL DESTINO (2004)

Category: Artículos Created: Thursday, 29 June 2017 03:37

(Texto publicado en el libro Rey de Corazones) Sólo quiero cerrar los ojos. Buscar en ese pozo oscuro donde todavía gritan unos niños de otra época y llegar de nuevo a aquel domingo de mil novecientos sesenta y dos. Por mi ventana del segundo piso se ve una calle con muchos árboles que deben estar atestados de chicharras listas para empezar a hacer ruido cuando baje la tarde y el calor se calme un poco.

En la esquina están los grandes tomando cerveza. Los más pequeños deben estar durmiendo una siesta. Dicen que Chepe todavía toma tetero y por eso tiene esos labios así como de niño mimado. Pero Chepe es violento, y su mamá también. Ella fue la que le entregó un tablón de su cama para que me pegaran el día en que me les enfrenté al bajarnos del bus del colegio.

Recuerdo que me fajé a golpes con todos, no sé si fueron puñetazos fuertes o no, sólo sé que fueron muchos y ellos apenas levantaban las piernas como niñitas. Entonces salió la mamá de Chepe. En esos momentos creí que le traía el tetero pero lo que cargaba con dificultad era una tabla inmensa orinada cien veces por Chepe. Se lo entregó a su hijito consentido y éste gritó como un diablo, Aaaah, Acabemos con esta nena antioqueñita. Yo cerré los ojos y resistí hasta cuando se cansaron y me dejaron tirado en la esquina. Así era Bucaramanga en ese tiempo y allá estoy, sentado frente a mi ventana, esperando que empiece el partido del DIM con el  Bucaramanga.

Yo había perdido demasiado tiempo jugando con figuritas de indios y vaqueros, imaginando un territorio de montañas y desiertos en mi casa. Ese tiempo lo aprovecharon los niños de mi edad en todo el mundo para aprender a patear un balón, conocer las reglas del juego, escoger un equipo para hacerse matar por él en el barrio y seguirle la campaña en el campeonato profesional. A mí me faltaban todas esas cosas para ser un niño de verdad, por eso me puse en la tarea de recuperar el tiempo perdido y lo primero fue buscar un equipo. Resultó más fácil de lo que pensaba porque ese domingo mi papá leyó en la prensa que a la ciudad llegaba el Deportivo Independiente Medellín para enfrentar al Atlético Bucaramanga. No había duda de que ése sería mi equipo. Tal vez mi papá me haya advertido que existía otro equipo en Medellín, un tal Nacional que se vestía de verde como los árboles de este barrio. Entonces pensé, Verde y lleno de chicharras, así que me quedé con el equipo que llevaba el nombre de mi ciudad, el rojo y azul, con el que de alguna manera me vengaría de los atropellos de Chepe, su mamá y sus amiguitos en esa tierra lejana a la que habíamos llegado recientemente a montar una empresa, una de las tantas aventuras que mi papá acostumbraba dibujarnos con palabras encantadas mientras empacábamos en nuestra casa de Medellín muebles, cobijas, discos, ollas, libros y todas las demás cosas al lado de mis vaqueros, mis indios y mis supermanes. Esa tarde esperé con paciencia pegado del radio mientras miraba por la ventana. Por fin se fueron recortando en el aire de la calle de las chicharras uno a uno los hombres de rojo y azul parados frente a los de amarillo y blanco. El locutor hablaba cosas incomprensibles para mí, entonces los equipos jugaron en mi calle, corrieron, sudaron y después de un rato de ir y venir de una esquina a otra se escuchó en todo el vecindario el canto de un gol del DIM. Corrí a contarle a mi papá que estaba jugando ajedrez con mi mamá en el patio y los dos me abrazaron. Regresé a mi ventana del  Segundo piso, miré hacia la calle y ya no estaban los equipos. Sólo hacían piques en las bicicletas los grandes de la tienda. También había desaparecido la voz del locutor y ahora ponían música. Eso fue que ganamos uno a cero, pensé y apagué el radio.  Con los días aprendí que los partidos se juegan en dos tiempos y que los jugadores tienen derecho a un descanso en el intermedio. Después supe que habíamos perdido tres a uno, pero cuando me enteré de la verdad ya era tarde, pues todo mi cuerpo sentía que ese equipo sería el mío por el resto de mi vida. Desde entonces me dediqué a seguirlo por la radio en todas las canchas. Con la plata que me daban diariamente en la casa para comprar un pastel y una gaseosa en el recreo de las diez, compré revistas, afiches y ahorré suficiente para verlo algún día en cuerpo y alma en un estadio. Dejó de importarme si ganaba o perdía, en cambio empecé a pensar en nombres que sonaban como canciones en mi cabeza: Pécora, Corbata, Canocho, Uriel Cadavid, Fernando Sierra, Fito Ávila, Cuca Aceros, Ramaciotti, no se iban de mi mente ni de noche ni de día. Después los colgué en las paredes de mi cuarto y en la oscuridad, cuando no podía dormir, me levantaba a mirarlos y ellos también me miraban filados en la cancha, la tribuna de oriental atrás siempre repleta de desarrapados con los ojos ensangrentados y brillantes por la emoción.  

Ha pasado mucho tiempo desde ese domingo de mil novecientos sesenta y dos. Todos esos años hicieron una marca en mi forma de ver el mundo. Me volví tolerante, paciente, aprendí a celebrar las pequeñas cosas y a no esperar grandes acontecimientos.

Pero hoy muchos amigos me llamaron a felicitarme y a invitarme a sentir la ciudad que no quiere aquietarse. Todos son de los nuestros, me dicen ahora que vamos en un carro por las calles de la Medellín de 2002, cuarenta años después de haber encontrado a mi equipo aquella tarde tediosa en Bucaramanga. La gente está vestida de rojo porque hace unas horas el DIM dio la vuelta olímpica en el estadio de Pasto y acabó con el hechizo de nueve lustros. Los héroes de esta tarde fueron Tressor, Maomolina, Davidgonzález, pero con ellos estuvieron los viejos jugadores de mis afiches luchando cada bola, corriendo por toda la cancha sin descanso, y los nuevos sintieron las respiraciones fuertes de Corbata y La Rata Gallego, Ramaciotti y Perfecto Rodríguez, Canocho y Malásquez, El Pato Aguilera y Villazán.  Ahora sólo quiero cerrar los ojos y aislarme de la euforia para recordar a Chepe y a su mamá y sentir que la vida premió mi paciencia. Voy a cerrarlos, lentamente, no importa que la gente siga gritando y cantando. Tal vez cuando los abra encuentre que todo era un sueño, pero entonces habré visto de nuevo la calle de Bucaramanga con los árboles llenos de ojitos de chicharras y me habré paseado por el barrio entre los niños violentos y los grandes que toman cerveza, todos me mirarán con respeto porque soy parte de ese equipo de hombres de rojo y azul que conocí un día lejano de mil novecientos sesenta y dos, por esas bellas cosas del destino.