LA MEMORIA DEL RÍO(MEDELLÍN, 30 DE AGOSTO DE 2005 )

Category: Artículos Created: Thursday, 29 June 2017 03:17

(Texto leído en la inauguración del evento Barcelona en Medellín, en la Universidad EAFIT)

Medellín tiene un río que corre de sur a norte hacia el mar.  Atraviesa un valle que todavía es hermoso a pesar de que desde hace trescientos treinta años ha soportado la lucha del hombre por construir una ciudad en medio de la naturaleza. Cuando llueve en su nacimiento, el río baja crecido y furioso.  En otras ocasiones pasa pintado de colores porque las fábricas le arrojan químicos y sobrantes de su producción.

Un recuerdo de mi infancia es el paisaje de hombres de pantalón arremangado hasta los muslos, cuerpos magros descamisados metidos en el agua sacando arena a paladas. Un camión destartalado los espera en la orilla.  Después de muchos años parece que todavía siguen allí. Deben ser otros hombres, tal vez son los hijos de esos que vi hace tiempos, ahora remplazan a sus padres y conservan el paisaje intacto.  Igual pasa con las familias que siempre han vivido bajo los puentes que conectan a la ciudad de occidente a oriente.  En esos lugares cocinan en latas que recogen en las basuras.  Se calientan con el fuego que sacan de leños y papeles inservibles. Allí pasan las navidades y los años nuevos.  Se asoman de vez en cuando a mirar a la gente que cruza en los carros.  En realidad no ven nada, o no les importa lo que ven, sólo dejan que los pasajeros se lleven su imagen como la de un fantasma que nunca los va a abandonar.  Vuelven a sus cuevas y siguen frotándose las manos frente a la candela mientras miran el agua verdosa del río que corre a sus pies.

El río es una especie de testigo de todos los tiempos y si pudiera hablar contaría cosas que la ciudad se empeña en ocultar. Pero ése es el destino de los ríos,  no se pueden detener ni devolverse. Algunos viejos lo siguen viendo como en su época y dicen que hace tiempos, sentados tranquilamente en la orilla, pescaban sabaletas y hablaban de mujeres.  Otros sueñan con volver a navegarlo.  Cuesta creer lo que cuentan esos recordadores. Lo que sí es indudable es que los medellinenses reconocemos en el río algo importante en nuestras vidas.  La mayoría de los habitantes lo cruza por sus puentes por lo menos dos veces al día. Ahora el Metro lo bordea desde Itagüí hasta Niquía, es decir una buena parte del Valle de Aburrá, entonces los usuarios en su recorrido lo ven casi todo el tiempo a su lado y se sienten seguros. En navidad todos esperamos su decorado de luces que la gente llama “los alumbraos”, tal vez la mayor atracción en esa época para los que no tenemos alternativas de viajes ni vacaciones. 

Este reconocimiento del río podría ser el examen que se les haga a quienes pidan la ciudadanía de Medellín.  Se les otorgaría esta distinción a quienes reconozcan al río como parte de su alma y se les negaría a quienes muestren dudas o a quienes les sea indiferente.  No habría que pedirles que canten el himno o que citen a cinco poetas insignes de la ciudad.  Bastaría con medir su sentimiento hacia el río. Desafortunadamente la tradición nos ha educado en otras metodologías para reconocer a nuestros ciudadanos. A nadie se le pregunta si tiene recuerdos del río ni si se ha acostumbrado a su olor en verano y a su fuerza en invierno.  En Medellín no se le había preguntado casi nada a la gente porque el relato dominante se consideraba responsabilidad de unos pocos que no manifestaban interés en cambios sustanciales. Durante muchos años los medios de comunicación reprodujeron el modelo de ciudad que oculta la diversidad de nuestra cultura y en ellos se hablaba del antioqueño como heredero de valores bastante discutibles que llevaron a los hijos de esta región a ser considerados como el ejemplo de sociedad trabajadora, emprendedora y colonizadora. La literatura antioqueña registra esta concepción del paisa triunfador en varias narraciones del siglo diecinueve y primera mitad del veinte.  Tal vez la más conocida es el cuento de don Jesús del Corral, Que pase el aserrador, en donde se le rinde un homenaje a un desertor del ejército que huye por las montañas de occidente en compañía de un recluta boyacense que, a diferencia de él, no sabe decir mentiras.  El antioqueño logra sobrevivir con engaños y se hace pasar por el más experimentado aserrador.  Para mantener la farsa seduce, embruja, traiciona, soborna y  extorsiona a la gente de la hacienda, y finalmente aprende el oficio de aserrar.  Los lectores disfrutaban las aventuras del paisa mentiroso y esta región llegó a rendirle culto a esa personalidad tramposa pero exitosa.  No es casual que hace veinte años, cuando se fundó el canal regional de televisión, Teleantioquia, se inaugurara con la proyección de una adaptación cinematográfica de este cuento, como paradigma del antioqueño emprendedor.  

Hasta hace dos décadas, en Medellín se hablaba de una ciudad sin matices que rezaba piadosamente en las iglesias, trabajaba sin descanso en las fábricas, almacenes y oficinas, respetaba la autoridad, leía el mismo periódico, escuchaba la misma música, votaba por los mismos políticos o por sus hijos, o por los hijos de sus hijos, una ciudad en calma, silenciosa, ideal para conservar tradiciones y privilegios.  Pero las cosas empezaron a cambiar. Ya se habían apagado los gritos de los movimientos estudiantiles de la década del setenta que marcaron los primeros rompimientos con la vida rutinaria de la ciudad.  Ya no existía el teatro Junín que por mucho tiempo fue el emblema de la cultura y en su lugar se había construido el edificio Coltejer, que mostraba el orgullo de los empresarios textileros en pleno auge.  Para entonces se hablaba mucho de las fortunas obtenidas de la noche a la mañana por personajes que escasamente sabían escribir sus nombres.  Se trataba de gente que florecía a la sombra del narcotráfico, un negocio tan rentable que en pocos años transformó el mapa de propiedades rurales y urbanas y penetró la forma de pensar en Colombia y particularmente en Medellín, donde tenía su centro de operaciones Pablo Escobar, el más célebre de los nuevos ricos.  Escobar puso en aprietos a varias figuras de la sociedad que no estaban dispuestas a aparecer a su lado en las fotos de los cócteles pero tampoco querían renunciar a la oportunidad de venderle sus casas, sus fincas, sus caballos, o de crecer sus cuentas bancarias sin aspavientos, sin tener que reconocer en voz alta que hacían parte de las operaciones comerciales de la mafia.  Escobar utilizó el dinero de varios ricos blancos de Medellín para sus primeros embarques de droga.  Los señores, de tan buena cuna, tan tradicionales ellos, le entregaban el capital a través de intermediarios y luego de varios meses en que ofrecían la misa diaria a la virgen María para que el embarque del señor Escobar no se cayera, el Patrón les devolvía la inversión y las jugosas ganancias.  Por eso, durante casi toda la década de los ochenta, Medellín se transformó en una ciudad ruidosa, invadida repentinamente por carros de lujo que no respetaban las normas de tránsito ni tenían compasión con los peatones.  Los almacenes se acomodaron a la nueva situación que demandaba mercancías traídas de Miami, y la moda era impuesta por los gustos de los traquetos, como terminó llamándose a los mafiosos de nivel intermedio, para diferenciarlos de los capos y de las mulas, llamados así estos últimos porque eran quienes cargaban en sus cuerpos la droga para introducirla a los Estados Unidos.

Esos años de ascenso del narcotráfico dejaron muchas enseñanzas que la ciudad apenas empieza a asimilar.  Comencemos por decir que se comprobó que era posible alterar el relato dominante impuesto por quienes tradicionalmente han tenido el poder económico y político.  Esto entusiasmó a muchos que empezaron a ver en Escobar la encarnación de un mesías y él aprovechó ese sentimiento.  Regaló juguetes, construyó barrios, iluminó canchas de fútbol, se ganó la admiración de los más pobres y en la ciudad se hablaba de él como en otras épocas lo hicieron de bandidos famosos a los que se les atribuían poderes diabólicos.  Pablo estuvo aquí disfrazado de monja.  Pablo pasó repartiendo dólares.  Pablo está muerto.  Pablo es el dueño de este edificio. Pablo compró los equipos de fútbol. Pablo, Pablo, Pablo.  Exponente del antioqueño audaz, fiel heredero del falso aserrador.  Modelo a seguir.  Yo mismo vi señoras de mantilla y misal hablando bellezas del nuevo Robin Hood.  En el fondo representaba un desquite aplazado que muchos aplaudían en secreto.  Esa popularidad lo llevó a pisar terrenos que comprometían públicamente al Estado.  Se lanzó a la política y fue elegido congresista.  Se ubicó en el centro de las críticas de la prensa independiente y su aventura pública terminó con el asesinato del director del periódico El Espectador, don Guillermo Cano.

Muchos se rasgaron las vestiduras y se declararon partidarios de la guerra sin cuartel y de la extradición para los narcos.  Todo volvía a la normalidad.  Los dueños del poder a sus misas, las fuerzas del orden al combate y Escobar y su gente a la clandestinidad.  Mientras tanto los muchachos de los barrios engrosaron las filas de los ejércitos privados y protagonizaron un oscuro episodio de nuestra historia que nos tomará años aceptarlo. Ese período se conoce como la época de las bombas y la gente lo recuerda con pánico porque muchos inocentes murieron en las explosiones de cargas dirigidas a la policía y a todo lo que estuviera cerca de los de uniforme.  Escobar pagaba dos millones de pesos por cada policía muerto, entonces muchos jóvenes de barrios marginados de la vida de la ciudad vieron la oportunidad de servirle al patrón, probar su valor, conseguir respeto y de paso llevar dinero a sus casas.  Ajustaron sus motocicletas, se despidieron de la vida y se dispusieron a vivir los años que les quedaran a una velocidad de vértigo.  Se instauró la generación del No futuro y en medio de las drogas, el alcohol, la violencia en todos los rincones de su pequeño universo, dejaron oír sus nostalgias y sus miedos.  Ritmos musicales como el heavy metal y el punk convivían con los despechos que cantaban a la fugacidad de la vida.  Por esas laderas pobres no se hablaba sino de muertes,  venganzas y más muertes y más venganzas.  Surgieron bandas tenebrosas que agruparon a los adolescentes enceguecidos por el miedo de vivir y el deseo de morir. Los medellinenses se acostumbraron a encerrarse en sus casas temprano y dejaron vacías las calles como territorios de vaqueros donde habría combates. Al día siguiente se sabría el saldo de la noche expresado en el número de muertos encontrados en los botaderos habituales.

El final de este capítulo llamado Escobar es conocido en todo el mundo y marcó a Medellín  como una ciudad de narcotraficantes. A Pablo lo mataron en un tejado del barrio La América mientras intentaba huir una vez más del cerco de las autoridades comandadas por agentes extranjeros.  Los periódicos lo mostraron al día siguiente.  Estaba gordo como un cerdo, barbado como un preso, iba descalzo y mal vestido como un indigente.  Los balazos le hincharon la cara pero la gente lo reconoció y fue a llorarlo desconsoladamente a su entierro.  La suya todavía es la tumba más visitada del cementerio y en ella la gente le deja mensajes, le canta canciones y le deposita rosas.  Para que no se olvide su final el pintor Fernando Botero lo pintó en el momento en que unas balas gordas le atraviesan el cuerpo gordo y derrotado. Ese cuadro está en el Museo de Antioquia, en la sala de pequeño formato. Ya forma parte del recuerdo.

De este período nacieron muchos textos sociológicos y literarios que dan cuenta de la herida profunda que vivió Medellín.  Novelas como La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos, ambas adaptadas al cine, Hijos de la Nieve, de José Libardo Porras, trabajos periodísticos como No nacimos pa’ semilla y La Parábola de Pablo, de Alonso Salazar, El pelaíto que no duró nada, de Víctor Gaviria, quien además con sus películas Rodrigo D, La Vendedora de Rosas y la más reciente, todavía sin estrenar, Sumas y restas,  documentó bellamente estos duros años, son algunas de las fuentes de obligatoria consulta a la hora de contar seriamente esta historia.

Pero, contrario a lo que se esperaba, la violencia en las calles de Medellín no se detuvo con la muerte de Pablo Escobar. Las bandas organizadas se ofrecieron al mejor postor y de nuevo la ciudad se vio envuelta en una guerra que se parecía mucho a la anterior y, como ésa, amenazaba con prolongarse indefinidamente en el tiempo.  Los muchachos fueron reclutados en sus vecindarios por el grupo que primero llegaba con una propuesta.  Así, quienes antes jugaban fútbol con el sistema callejero de todos contra todos, ahora se vieron armados y alineados en ejércitos contrarios  con órdenes expresas de exterminar al enemigo. Era la continuación del conflicto iniciado en la periferia del país que ahora se trasladaba al centro y tenía lugar en las grandes ciudades. 

Durante el reinado de Pablo Escobar se fortalecieron económicamente los grupos armados que entraron en el negocio del narcotráfico.  La modalidad de vinculación más frecuente era el de la protección de los cultivos de coca y los laboratorios clandestinos que proliferaron en las selvas.  La guerrilla y los paramilitares cobraban por la vigilancia y por la tolerancia, ahora heredaban también la fuerza de trabajo disponible en las calles de la ciudad. Lo que seguía era la lucha por el control de los territorios. Entonces los barrios tomaron color según el grupo que los controlara.  La guerra se extendió a otras zonas de la ciudad como un aviso de lo que vendría.  Se repitieron las explosiones en las noches.  Los secuestros, las desapariciones, la extorsión, las masacres. El miedo de nuevo se apoderó de la gente y otra vez volvimos a encerrarnos en las casas tan pronto empezaba a oscurecer.

Todo el mundo en Medellín sabía a quién le pertenecían los barrios. Por eso era normal comentar en los cafés y a la salida de la iglesia que en la Comuna trece estaba la mayoría de los secuestrados por la guerrilla. La Comuna Trece es un territorio escarpado hacia el occidente de la ciudad.  Su valor estratégico militarmente hablando es la conexión con la zona de Urabá y con el departamento del Chocó.  Ambas regiones selváticas y con salida a los dos mares. Los habitantes de esos barrios se acostumbraron a dormir echados en el piso para protegerse de las balaceras cruzadas que se armaban en las noches.  Los edificios conservan las huellas de los disparos como trofeos de sobrevivientes y la gente suele narrar el silbido de las balas, la intermitencia de las ráfagas, los gritos aislados hasta que por fin se quedaban dormidos abrazados unos con otros todos los miembros de la familia.  

En este momento es importante recordar la operación militar conjunta entre todas las fuerzas del Estado que se tomaron a sangre y fuego la zona.  Esa acción se conoce como la Operación Orión y dio como resultado la liberación de un gran número de secuestrados, la muerte de decenas de combatientes y una serie de historias de terror que todavía están por conocerse en el resto de la ciudad. Ahora recorremos esas calles, verdaderos laberintos que bordean y penetran la montaña en la que los inmigrantes construyeron sus viviendas, y es inevitable sentir herida el alma por esas miradas extrañas de los habitantes que padecieron años de encierro en sus propias habitaciones por miedo a salir.  Ahora me pregunto si toda esta historia trágica de los últimos veinte años de nuestra ciudad no es suficiente para pensar que, después de esas noches oscuras en las que sonaban las balas sin descanso,  debe haber quedado un panorama cultural diferente al de esa ciudad apacible y pacata de la primera parte del siglo veinte. 

Quienes creen que la violencia del narcotráfico y el conflicto armado son sólo capítulos para olvidar se equivocan.  Las noches de terror produjeron un sentimiento de búsqueda de razones que nos unieran y nos dieran motivos para vivir. Esa es la conclusión que sacamos al ver que en los barrios cercados por el conflicto sobrevivieron las casas de la cultura, las entidades culturales que agruparon a sus comunidades alrededor de narraciones, presentaciones teatrales, danza, música y ahora reclaman su reconocimiento dentro de la sociedad.  La tarea actual es crear las condiciones necesarias para hacer visibles todas las expresiones culturales que han estado ocultas durante años, primero por la miopía del Estado que nunca supo leer las señales de los grupos poblacionales que han construido esta ciudad, luego por la violencia cruel y descarnada de los barones de la droga y de los actores del conflicto. Es hora de preguntarnos ¿Qué se hablaba en esas casas cercadas por el miedo mientras afuera sonaban los disparos? ¿De qué se habla todavía en los ranchos construidos por quienes han sido desplazados por la violencia en sus parcelas y ahora viven en las montañas más retiradas de la ciudad? ¿Cuáles son sus miedos? ¿Qué cantan? ¿Qué comen? ¿Qué sueñan? Estas son preguntas que nos mostrarán el verdadero mapa cultural de Medellín y nos ayudarán a entender qué clase de sociedad somos en realidad los medellinenses. Tal vez esta es la oportunidad de dar un salto cualitativo en nuestra historia y hacer que se miren frente a frente todas las culturas sobrevivientes de las guerras.  Pero no podremos hacerlo si no hablamos en voz alta de nuestro pasado, como una manera de  invocar los fantasmas y convivir con ellos hasta que se cansen y desaparezcan para siempre.  Por eso era importante que la película Rosario Tijeras  se presentara primero aquí, delante de todos, y nos miráramos en ese espejo de los años ochentas.  También será importante ver Sumas y restas, sonrojarnos ante las evidencias de una sociedad que quiso jugar con trampas y aceptar que todo eso es parte de nosotros.

El mismo río que ha visto los episodios más oscuros de nuestra historia vive ahora  tiempos de esperanza. Recientemente desfilaron por su orilla más de un millón de personas durante la celebración de la Feria de las Flores. Lo hicieron en calma, atraídos por los vientos frescos de agosto y por la presencia de una réplica de las fondas de los pueblos de Antioquia. No había otro atractivo. Por eso nos preguntamos, ¿Qué buscaba realmente esa multitud? ¿Por qué cientos de miles caminaban de un lado a otro con la mirada sonriente? Este evento es un síntoma de que la ciudad ha empezado a salir de esa época que estuvo marcada por el miedo y ahora está dispuesta a recuperar el tiempo perdido. Medellín vuelve a ser una ciudad alegre y nuestros habitantes empiezan a tomar posesión de las calles que parecían perdidas para siempre. Otras ciudades del mundo han vivido este proceso de salir del infierno de las guerras y de los absolutismos a partir de la toma festiva de sus calles por parte de la gente. Barcelona es el ejemplo que tenemos por estos días a la mano. Hoy es el destino preferido por los jóvenes del mundo que encuentran en ella la ciudad de sus sueños. 

Pero no basta con que desde distintas esquinas convoquemos a la gente a salir masivamente a las calles. Esta historia reciente de Medellín nos muestra que la ciudad ya no es esa villa apacible y uniforme que rezaba piadosamente y seguía fielmente las instrucciones de vida que le impartía el relato dominante. Ahora sabemos que somos una sociedad vibrante, llena de matices, de colores, de urgencias represadas durante años.  Medellín es una ciudad multicultural en la que conviven diferentes concepciones del mundo y no es posible hablar de ella en abstracto, como si se tratara de una invención de los teóricos. Aquí respiran, trabajan, sueñan, más de quinientos mil afrodescendientes que se han ubicado en diferentes lugares de la ciudad y su cultura seguramente enriquecerá las costumbres de sus vecinos.  También existen varios cabildos indígenas que reclaman de Medellín respeto y atención. La comunidad gay lucha por hacerse visible en un entorno tradicionalmente machista y excluyente. Las mujeres se han levantado para tener una voz propia que nos recuerda la deuda acumulada durante siglos de explotación y negación de su existencia. Los jóvenes construyen un nuevo imaginario de ciudad que remplace al sicario, que rezaba y mataba, por una juventud que canta, estudia y, sobre todo, sueña. Éste es tal vez el triunfo más grande que Medellín puede mostrarle al mundo. Nuevamente es posible soñar. Ya no se habla del exilio como la única salida para los jóvenes ni sentimos vergüenza cuando llegan visitantes. Los que se fueron, cuando regresen,  encontrarán una ciudad con un  mapa más grande en el que brillan barrios que antes no existían en la mente de los medellinenses. Allá estarán las bibliotecas como símbolo de esta nueva época. Santo Domingo Savio, en el nororiente. Parque La Quintana, en el noroccidente. Parque La Ladera, en el centroriente. Comuna Trece y Belén, en el centroccidente. Una línea que cruza el Valle de Aburrá de un lado a otro y resume la necesidad de pensarnos integralmente como ciudad.  Esas bibliotecas serán el punto de partida para reconocer nuestras culturas y consolidar el cambio espiritual necesario para que los ciudadanos y ciudadanas de todas las condiciones asuman que Medellín es su ciudad. 

La enseñanza de estos años es clara. No es posible una verdadera cultura ciudadana si la ciudad excluye a quienes se salen del estereotipo del pasado. Hacer las filas para tomar el bus, esperar pacientemente frente a las taquillas del estadio, cruzar las calles sin exponer la vida a un accidente de tránsito, mantener limpia la ciudad, pagar impuestos voluntariamente, cumplir las normas de convivencia más elementales, no son simples asuntos de control y sanción.  Si las culturas vivas se sienten excluidas, siempre habrá un falso aserrador acechando para violar las reglas y siempre habrá un coro que celebre su trampa. Por eso adquiere un sentido  cada vez más claro entender que Medellín es una ciudad diversa, rica en pensamientos y culturas diferentes, y no un set de televisión en el que la gente se viste, ríe, llora, según las líneas de un guión. Pero esto nos llevará un buen tiempo de trabajo conjunto. Debemos hacerlo con el convencimiento de que no será fácil pero que se trata de aprovechar el momento de reconciliación que vivimos.  Lo haremos con la paciencia y la persistencia que hemos aprendido del río, de ése que lo ha escuchado todo y que no se detiene ni se devuelve.