LA INOCENCIA PERDIDA. 27 DE ABRIL 2010

Category: Artículos Created: Thursday, 29 June 2017 03:08

C.C. GARCÍA MÁRQUEZ. BOGOTÁ - Hace ya muchos años perdí la inocencia. Antes vivía tranquilo como cualquier muchacho de mi tiempo y podía ir a cine o salir a pasear con mis papás y sólo aspiraba a disfrutar la película o el baño en el río o el juego con un viejo balón desinflado. Recuerdo las salidas a las mangas de la autopista en Medellín.

Mi papá nos llevaba en la uvita, una vieja camioneta nash de colores rojo y gris que a veces se ranchaba como una mula y había que bajarse a mecerla de atrás adelante, de adelante atrás, hasta que despertara de su sueño. Mi mamá echaba en la parte trasera una canasta con el fiambre envuelto en hojas de plátano, un mantel de cuadros y ropa de repuesto para mis hermanos y para mí que no veíamos la hora de llegar para empezar a patear y correr por los potreros ajenos que invadíamos con cautela, cuidando que los dueños no estuvieran por ahí merodeando. Mi papá tenía muchas fincas. Sólo era escoger la que más nos gustara, entonces nos estacionábamos en la orilla junto a la cerca de púas y nos deslizábamos con canasta, balón y todo. Al final de la tarde salíamos de nuevo y nos metíamos en la uvita a soñar con los goles marcados, con las vacas que nos espiaron desde la sombra de una ceiba, con el viento que nos secaba el sudor en la cara y así llegábamos dormidos a la casa. No había que preocuparse por escribir sobre el paseo ni grabarse los gestos de mi mamá que nos miraba feliz mientras jugábamos. No había perdido la inocencia.

El desastre vino después. Cuando pensé que las historias que leía me estaban invitando a inventar mis propios personajes. Entonces eché mano de mis papás, de mis hermanos, de mis tías, de mis abuelos. Los puse a caminar por la casa que mejor conocía, aquélla de cuartos en galería, dos patios de baldosas descoloridas, cocina y alberca, fantasmas que silban en la noche, música de bolero en la sala a oscuras donde mi papá bebe y sueña. No les pedí su consentimiento y sólo empecé a escribir hasta que creí que ya estaba. No pude volver a dormir tranquilo. No tuve más vacaciones descomplicadas. Ni fines de semana en paz. Alguien me hablaba al oído a toda hora y me exigía concentración, lecturas, atención, reflexión, ejercicio con la palabra.

En realidad pasaron muchos años desde el primer intento. También muchas decepciones al ver que no era tan fácil como pensaba. Vi morir muchas historias en mis brazos y frente a mis ojos. Novelas y cuentos que no se sostenían solos y que pedían a gritos un verdadero narrador. Cuando por fin pensé que era el momento, les dije a los miembros de mi familia que había escrito sobre ellos y que posiblemente iba a publicar. Era demasiado tarde. Mi papá ya había muerto, igual que el abuelo, la tía Judith y la abuela Solina.  La vieja casa ya no existía porque en su lugar había un taller de mecánica.

Ahora añoro esos tiempos de los paseos en la uvita en los que nos metíamos a escondidas en las fincas de la orilla de la autopista en Medellín. Pero están lejos, muy lejos están esos años de inocencia. Ya sé que las buenas historias tienen un costo muy alto y que la única recompensa es que en ellas reviven los tiempos felices de la total irresponsabilidad.