Yo crecí oyendo un rock desamparado. A mi alrededor siempre sonaban Joe Cocker, Bob Dylan, Eric Clapton, Jimmy Hendrix y todo eso que lo hacía estallar a uno de tristeza en los solos de guitarra y en los gritos desgarrados. Me gustaba pensar que la vida transcurriría siempre entre botellas de vino, porros, bosques de pinos, cabañas escondidas en la niebla y que nunca me faltaría el sexo con Julia que en ese tiempo ya se llamaba Azulprofundo.
Ella compartía conmigo muchas cosas. Inclusive estuvimos en el Festival de Ancón, una réplica esmirriada del Festival de Woodstock. Pero no crean que nos quedamos mirando desde lejos como hicieron muchos chicos de Medellín. Ellos iban a ver el espectáculo y se paraban en la montañita de enfrente mientras abajo los jipis se revolcaban en el pantanero. Nada de eso. Azulprofundo y yo caminamos entre las carpas y brindamos con los cadáveres que nos saludaban desde el piso. Ayudé a encender una fogata con palos húmedos, fumé yerba y tomé ron y otros menjurjes que en forma generosa nos ofrecían a medida que avanzábamos por ese campamento. Y si no nos quedamos a dormir en el lodazal ni nos desvestimos al lado de aquellos cuerpos agotados fue por esa pizca de realidad que me ha acompañado en todas las épocas. Es una chispa que no me deja perderme en la oscuridad ni siquiera en los peores momentos. Le dije a Azulprofundo nada nena, esto no es para nosotros, nos vamos. Y nos fuimos satisfechos, sin lamentos, llenos de felicidad en los ojos. Por mucho tiempo usamos cintas en la frente y maricaditas en las muñecas. Pero no más. Salimos de allí a recordar lo que habríamos podido vivir y no vivimos.
Azulprofundo me acompañaba en todo. Ojalá pudieran verla como era en esos años. Sigue así de linda pero ahora es más dulce. No tiene afanes para nada y siempre interpreto su mirada como un aviso de cálmate nene, cálmate. Y yo me calmo. Le bajo revoluciones a la sangre y me pongo a cortar zanahorias o me meto al taller que ella me ayudó a montar para fabricar juguetes de madera hasta que me vuelvo un Gandhi de lo puro calmado.
Azul no quería que tuviéramos hijos. Decía que yo era muy niño y que no podría con más de uno. Pero de a poquitos la fui convenciendo hasta que aflojó y dejó de cuidarse en el sexo. Un día ya no me volvió a decir ah no, ponte eso o si no nada de nada. Yo no quería salir a la calle y siempre le estaba echando cuentos para que nos quedáramos en casa acariciándonos. Pero de tanto querernos ella quedó embarazada. Fue la embarazada más bonita de la ciudad. Y no lo digo solo yo. Salíamos a caminar por el centro y ella con sus batolas amplias y coloridas se robaba las miradas. Siempre pensé que la gente alcanzaba a verla a ella y a imaginar al bebé que se movía en su barriga y por eso decían para sus adentros: son perfectos. Cuando nació ya no tuvieron que imaginárselo sino que lo veían en el cochecito o en sus brazos y se quedaban sin palabras, embobados por tanta belleza. Tal vez eso fue un problema para Juanfe. Quién sabe si su vida habría sido distinta si no hubiera salido tan bonito. Si en lugar de salirle a Azul me hubiera salido a mí. Normalito. Nada del otro mundo. Pero, qué vamos a hacer, todo fue como fue y no como debía ser. El muchacho se acostumbró a que la gente siempre hiciera comentarios sobre su buenamozura y por momentos pensé que lo iban a mariquiar de tanta adulación. Pero nada, el muchacho siempre estuvo firme en su sexualidad y los maricones se quedaron con los crespos hechos. A Juanfe le gustaron las mujeres aunque yo ya me estaba preparando para que tomara la decisión que quisiera. Con tanto mundo que he vivido imposible que fuera a asustarme con eso. Normal todo.
Azul lo quiso criar a su imagen y semejanza pero en la forma de ser me salió a mí. Le gustó la vida fácil. Si no tenía que trabajar no lo hacía. Si no era necesario levantarse de la cama no se levantaba. Si podía hacer trampas en el colegio no lo dudaba. Si los amigos lo buscaban para salir a fiestear él salía. Si las mujeres lo rodeaban él se dejaba. Si le ofrecían licor o drogas él las tomaba. Pero no tenía esa chispita salvadora. Qué vaina, Juanfe, no me heredaste lo único bueno que tuve. Lo siento mucho. Si yo me hubiera dado cuenta tal vez me habría esforzado por resolver el problema de la falta de alarmas en tu sistema sicológico. Pero lo supe muy tarde, cuando ya no había nada que hacer. Y fue Azul la que me dijo mira cómo es la vida, tú siempre huiste del peligro y en cambio el niño parece que lo buscara. Ella decía que Juanfe tenía una lámpara de minero en la frente que lo llevaba por los socavones más insospechados del mundo.
Sin embargo, Juanfe iba bien. Había aprendido a defenderse del mundo que lo quería castigar por su pinta de James Dean. Se daba golpes con los muchachos del barrio y se encendía hasta con cuatro y cinco a la vez. Juanfe era guapo en todos los sentidos. No se arrugaba aunque fuera menor que todos los demás. Eso lo sacó de Azulita. Por eso no le dio temor juntarse con ese tal Darío que todo el mundo sabía lo vicioso que era. Yo no me di cuenta de los pasos en que andaba mi Juanfe. De saberlo habría hecho algo. Soy cobarde pero cuando se trata de mi mujer o de mi niño puedo convertirme en una fiera. Yo no sospeché nada. Todo lo veía normal. A los quince años uno no puede gobernar a un hijo como si tuviera cinco. Juanfe era un hombrecito y a mí me gustaba verlo crecer y asumir actitudes de grande.
Pues el tal Darío empezó a llevárselo para el garaje de doña Margot dizque a ensayar con un grupo de rock que estaban formando. Yo fui una noche a buscarlo porque se estaba demorando mucho para entrar a la casa y los vi. Estaban sentados en el piso. Nadie hablaba y lo único que sonaba era una grabadora enorme a la que todos miraban como si fuera un dios. No identifiqué ningún olor parecido al de la marihuana y ni siquiera había humo de cigarrillos. Juanfe me vio y se levantó sonriente a abrazarme como cuando iba por él al colegio. Nos fuimos y mientras caminábamos le dije Juanfe qué estaban haciendo, nada pa, oíamos música, ¿nada más Juanfe?, nada mas pa. Yo le creí porque lo vi con mis propios ojos. Él siguió yendo al garaje y me dijo que estaba aprendiendo a tocar la batería. Me pareció hasta bueno que tuviera una afición. Yo coleccionaba discos long play. Me gustaba ir al colegio o salir por el barrio con mis carátulas para chicaniarles a los amigos. Este me lo trajeron de España, son Los Brincos, este otro es de los Herman’s Hermits de la pura Inglaterra y vean este de los Beatles, ¿Lovin Spoonful?, claro que lo tengo pero no lo presto, uno no debe prestar discos. Eso sí, nunca aprendí a cantar ni a tocar un instrumento. Los discos raros eran mi manera de defenderme y conseguí cierto respeto. Digo cierto porque no fue un respeto absoluto como el de los futbolistas o los buenos estudiantes o los ricos del colegio, era apenas un poco de reconocimiento porque la gente me veía llegar y todos siempre miraban lo que llevaba debajo del brazo. Les duraba unos minutos el interés, luego seguían en lo de ellos. Juanfe en cambio iba camino a crearse una reputación. Imagínenselo con esa pinta y tocando la batería en un grupo de rock and roll. O, como dicen ellos, en una banda de punk. La locura. Yo lo animé y le dije que siguiera aprendiendo pero ojo con las drogas. Tranquilo pa.
Él iba bien, pero ese tal Darío, qué bandido. Sería tal vez unos cinco años mayor que mi Juanfe. Era el sobrino de doña Margot y como su tía tenía billete entonces él se creía el dueño del barrio. Yo lo veía desde el balcón de mi casa. Esa es la ventaja de no tener empleo y poder pasarse todo el día pensando, inventando la vida y mirando por el balcón. Aparecía después de la una de la tarde. Caminaba pateando basuras de la calle, fumaba, rondaba la cuadra de una esquina a la otra y al final se sentaba en la puerta de la casa de doña Margot. Allí iban llegando otros muchachos greñudos y vestidos como los rockeros. Chalecos sobre las pieles desnudas y tatuadas, botas de obrero con puntas de seguridad. Por qué se visten así tan agresivos si nosotros éramos sólo amor y paz, nada de violencia. Yo siempre he tenido todo el tiempo del mundo para mí porque desde hace algunos años trabajo en la casa mientras Azulita cumple con sus turnos de enfermera en el San Vicente de Paúl. Por eso varias veces, mientras caminaba por el barrio, pasé muy cerquita de ellos con todo el disimulo posible, como quien no quiere la cosa, como quien camina por el vecindario sin mirar a nadie, sólo para sentir el olor de lo que estaban fumando. Mi olfato no me engaña y soy capaz de distinguir sustancias extrañas desde lejos. Entonces los pillé. Para asegurarme de que ellos supieran lo que yo sabía, una vez me les arrimé a pedirles fuego para un cigarrillo que me puse en la boca. El Darío es un bandido y los bandidos se quiebran cuando uno los mira a los ojos. Al verme tan cerca trató de retroceder con el porro entre los dedos. Ninguno de ellos fue capaz de sostenerme la mirada. De pronto apareció una chica de hombros gruesos vestida como Madonna y me puso la llama de un bricket frente a los ojos. Pensé que ella era la que brillaba en la sombra de ese rincón. Me pareció diferente a los otros tipos que ni siquiera fueron capaces de hablarme. Tal vez era la más fuerte de todos ellos. Juanfe, le dije, ¿hay una muchacha en el grupo de rock? Sí, pa, se llama Laura y toca el bajo. Ah, ¿y es la novia de alguno de ellos? No sé, pa, ella es muy seria y siempre está ensayando. Lee poesía, dice que le gusta William Blake. ¿Ella lee a William Blake? Sí, pa, tiene un libro con ilustraciones que dan miedo, ella quiere que yo lo lea pero a mí me asustan esos dibujos.
Por un tiempo la chica se me quedó en la memoria. Estaba por ahí trabajando en mis cosas y se me aparecía en la mente. Llegué a pensar que me recordaba a alguien de otra época. Mientras cortaba zanahorias y papas esa chica iba y venía a mi cabeza. Me miraba con esos ojos pintados de negro como si quisiera decirme algo. Poco a poco la olvidé y seguí preparando tamales sin pensar en ella. Escuchaba música de mi época para no sentirme solo en el día. Así recordé los tiempos en que Azulita y yo empezamos a salir. Me gustaba todo lo que hacíamos entonces. No pensábamos en el futuro ni en nada de eso que les preocupaba tanto a los que fueron mis compañeros de colegio. Nada de plata, nada de poder, nada de nada, solo vivíamos. Caminábamos por los bosques de Santa Elena, nos echábamos en la manga a sentir el viento frío y el sol picante en la cara. Azulita me besaba con toda la dulzura de su boca y me cantaba al oído como un ángel. Para qué más. No quería nada más. Pero uno no se puede pasar la vida recordando. Cuando por fin salí de esa burbuja de música y pasado me di cuenta de que Juanfe ya casi no estaba con nosotros en la casa. Siempre tenía un paseo a una finca o se iba a estudiar con amigos. Además había crecido y ya era todo un adolescente largo, huesudo, terco, igual a todos los que pasan de los quince años y todavía no se sienten aceptados entre los grandes. Una mañana temprano le dije a Azulita el niño está metido en líos. Y ella me miró con ganas de llorar mientras se acomodaba el gorro de enfermera. Él llevaba casi dos semanas fuera de la casa. Su cuarto era un desorden de ropa sucia, avioncitos de balso partidos en pedazos, discos regados fuera de sus cajas, afiches rotos, rayones en la pared, todo un caos como si estuviera pidiendo ayuda. Lo habíamos abandonado y quién sabe dónde estaría metido. Pensé en la chica de los ojos pintados y me fui a buscarla en la cueva donde la vi esa vez con los viciosos del barrio. No encontré a nadie. Llamé a la puerta de doña Margot a ver si ella me daba alguna pista. Doña Margot, estoy buscando a mi niño, a Juanfe. Y por qué viene a buscarlo aquí. Pues porque yo he visto que se reúnen en su garaje a ensayar. Tuve que echar al Darío por marihuanero, si su hijo está con ellos le aconsejo que lo busque en otra parte.
El encuentro con doña Margot me dejó aterrorizado. Era como si me dijera su hijo está muerto. Pero yo no podía aceptar que Juanfe estuviera en esas y tan solo. Me fui para la casa a pensar. No puse música y no hice nada que me desconcentrara. Quería sentir el silencio de la casa y dejar que la ausencia de mi niño me apuñalara despacio por todo el cuerpo. Y para acabar de ajustar las fatalidades, esa noche Azulita tenía turno en el hospital. Total, me esperaba una larga jornada de soledad.
Como a las ocho de la noche sonó el teléfono. Pensé que sería Azulita para decirme que comiera algo y me acostara temprano. A ella no le gusta que trasnoche porque me da por beber. Pero no era Azul. Era Juanfe. Un Juanfe distinto a mi niño.
Pa.
Sí, Juanfe, aquí estoy.
Pa.
Dime, Juanfe.
Ya casi voy, pa.
Dónde estás, Juanfe, dime y yo voy por ti.
Pa, ya casi voy.
Colgó. Me quedé con la bocina en la mano, el codo apoyado en la pierna derecha. Sentí que el cuarto donde había sido tan feliz con Azulita se me venía encima y las paredes me quitaban el aliento. Todavía escuchaba el eco de la extraña voz de Juanfe. Estaba en algún lugar rodeado de gente y ruido. Alcancé a oír risas y el sonido de un radio. En las pausas de Juanfe seguía hablando un locutor que recibía llamadas. Azulita me encontró al otro día sin dormir un solo minuto. En la cara debía tener las marcas del pánico y ella entendió cuánto necesitaba un abrazo. Con su calma de siempre me preguntó cada detalle de la llamada. ¿Estaba borracho? Tal vez. ¿Te dijo con quién estaba? No. ¿Crees que alguien lo presionaba? No creo. ¿Qué fue lo extraño que notaste en su voz? Había llorado. ¿Cómo lo sabes? Moqueaba. Es alcohol, dijo ella. ¿Cómo lo sabes? Te he oído hablar borracho durante muchos años.
Azul tenía razón. Los borrachos lloramos de remordimiento. Mi papá lloraba, yo también lloro mucho y Juanfe estaba muy triste por algo que no lo dejaba regresar a casa. Yo quise salir a buscarlo por todas las calles de la ciudad. Pensé meterme en los antros de rock hasta encontrarlo pero Azul pensaba distinto. Él vuelve, te lo juro. ¿Vuelve? Sí, vuelve. Y terminó convenciéndome de que era cuestión de tiempo. Lo malo fue que dejé de hacer tamales y tampoco fui capaz de concentrarme en el taller de juguetes de madera donde siempre había podido recuperar la calma. En cambio volví a beber. La ansiedad me estaba matando y no podía controlarme. Azul se despedía en las mañanas y me dejaba solo todo el día. Cuando regresaba por las noches me acariciaba la cabeza, me preparaba la comida, me metía a la cama. Los días se me hacían largos.
Empecé a salir de nuevo sin un plan definido. Apunté en una libreta todo lo que decían los muros de la ciudad sobre el punk. Eran anuncios de toques en barrios, ensayos en canchas de fútbol, nombres de tabernas donde se citan los punketos. La mayoría de los carteles eran gritos dibujados con rabia. Caras de demonios. Nombres de bandas. Todo me podía servir y así me fui volviendo un duro del punk. Juanfe se me aparecía en todas las caras de los muchachos y siempre regresaba a casa derrotado, convencido de que nunca más lo iba a volver a ver. Azulita y yo llorábamos juntos al pie del teléfono. Entonces se nos ocurrió que en esa llamada en la que me habló moqueando podía haber claves para buscarlo. Rastreamos la emisora que hablaba en el fondo. Seguro la oían siempre mientras se emborrachaban. Todos los locutores del dial me parecían iguales. Decían las mismas bobadas, contaban los mismos chistes. Pero fui seleccionando las opciones de acuerdo con el tipo de música que ponían. Debía ser punk. Lo siguiente era comunicarme con ellos. Debía ser a la misma hora en que Juanfe me llamó. Ahora sé que a uno le tiembla la voz cuando va a hablar por primera vez en la radio. Cuando me contestaron me demoré un rato para recuperar el ritmo de la respiración pero por fin lo hice.
Quién habla
...
Parece que nadie habla. Queridos oyentes, les informo que en estos momentos la muda está llamando
Este, yo
Perdón, parece que es un mudo. Quién habla
William Blake
Qué nos dice don Willy Blake
Un mensaje para Juanfe que me está oyendo
Adelante don Willy, atención Juanfe
Este, yo
Sí, Willy Blake, cuál es el mensaje
Juanfe, Juanfe, dije, y en esos momentos Azulita me arrebató el teléfono
Nos estás matando, Juanfe
Todo el mundo se quedó en silencio y Azulita colgó. Creí que iba a llorar pero no lo hizo. Se puso a hacer aseo en la casa y me llamó para que me pusiera a cortar papas y zanahorias. Nadie habló. La noche se puso espesa y yo pensé que nunca más iba a amanecer.
De ahí en adelante todo fue tristeza. Azulita no volvió a ser la misma conmigo. Se limitaba a trabajar y en casa hacía lo justo para que los dos pudiéramos seguir viviendo. Lavaba la ropa en la noche. La descolgaba de los alambres del patio al día siguiente. Preparaba su desayuno y metía en una cajita de plástico un sánduche para el almuerzo. Al salir apenas me despedía con un gesto de la cara. Me parecía que arrastraba los pies por la calle en su camino hacia la parada del bus. Nunca más me dijo no bebas tanto. Le daba igual que me emborrachara o que estuviera bañado y limpio a su llegada en las tardes. Ahí fue cuando me di cuenta de que estaba solo en el mundo y que nadie me iba a rescatar de la soledad ni de la tristeza por haber perdido a Juanfe.
Denuncié al Darío en la Inspección de Policía del barrio. Allá fui y dije cómo era el tipo que había secuestrado a mi hijo de quince años. Les dije también cómo era Juanfe. Les llevé una foto de cuando terminó con honores el preescolar. No se parecía mucho al actual pero les dije miren esa nariz afilada, esos pómulos suaves, miren la forma como le cae el pelo hasta los hombros, miren esa mirada. Los tombos no me tomaron en serio aunque prometieron buscar al Darío de quien ya tenían datos por posesión de drogas. Fue entonces cuando se me ocurrió aprovechar los muros, las radios, los periódicos, la televisión, cualquier medio para que le llegara nuestro mensaje.
Mandé a hacer afiches con la misma estética de los punkeros. Letras fuertes que dijeran “Juanfe, regresa”. Yo mismo los pegué en las paredes de la ciudad. Me llevé una olla de engrudo hecho en casa, una brocha y el rollo de carteles con los que empezaría una nueva estrategia. Recorrí el barrio y los alrededores. Forré muros del centro. Busqué espacios en las cercanías del colegio de mi Juanfe. A veces, tan solo minutos después de pegarlos, los encontraba tapados por otros que anunciaban corridas de toros o peleas de lucha libre. Tuve paciencia como si estuviera en mi taller de juguetes. No me desesperé por el calor que me hacía correr el sudor por la cara, ni por el cansancio en la espalda y en los pies, ni por nada. Podría decir que lo disfruté. Cuando se me acabaron los afiches pinté con pintura de agua una franja larga de tela negra. Escribí “Juanfe, regresa”, con letras rojas, al estilo de las carátulas de los discos punk. Recorrí la ciudad con el aviso. Amarraba de los semáforos una punta y yo sostenía la otra con las manos mientras duraba la luz roja de los carros. Juanfe, regresa. Nunca dejé de rogarle a mi Juanfe, siempre pensé que al leerlos se sentiría con fuerzas para luchar y volver a casa.
El de la tipografía resultó amigo. Había estudiado dos años en mi colegio pero no pudo con el álgebra entonces se fue a trabajar con su papá. Ahora él es el dueño y se interesó en el caso de Juanfe. Él mismo me sugirió que hiciéramos unos volantes para repartir en los bares. Buena idea. Después del primer encuentro con esos desconocidos todo es fácil. Sólo fue preguntar dónde había otros sitios punk y los mismos punketos me guiaron. No entendían el volante. Algunos pensaron que se trataba de un nuevo bar que se abriría en la ciudad. Pero yo no quise cambiar el texto. Juanfe, regresa. Él lo entendería. El asunto era hacer que le llegara a sus manos. Seguí llamando a las emisoras todas las noches. Siempre decía mi frase y colgaba. Los locutores me conocían y antes de que yo hablara ellos en coro cantaban Juanfe, regresa. Después aplaudían.
Pero hasta el más constante se cansa. Me dolía más el alma que el cuerpo y tuve que aceptar que ya Juanfe no iba a regresar. Volví a mi cocina a cortar zanahorias y papas. Fui al mercado a buscar las hojas de bijao y todos los demás ingredientes para los tamales. Encendí los fogones para cocinar el pollo y la carne de cerdo. Instalé el molino para preparar la masa. Así se me fue yendo el cansancio del cuerpo, también empezaron a pasar los días, las noches y todo tomó un aspecto de normalidad que me adormecía. Azulita me acariciaba cuando llegaba del hospital y no me preguntaba nada. Sólo se sentaba a mi lado sin hablar hasta que era la hora de acostarnos.
Fueron muchos meses los que pasaron antes de tener otra vez noticias de Juanfe. Ya estábamos en diciembre. En las emisoras pasaban las canciones de Guillermo Buitrago y todo eso que en realidad es una mezcla de tristeza, alegría, lamentos, un coctel extraño que la gente baila porque alguien dijo alguna vez que diciembre no es tiempo de llorar. Desde la cocina se alcanzaban a oír los ecos del vecindario. Los muchachos de la esquina de arriba conversaban y reían. El cuchillo golpeaba en la tabla para cortar zanahorias. Y por un momento creí sentir el sonido de unas pisadas en el corredor de la casa. Seguí cortando y pensando en Juanfe y en Azulita. ¿Juanfe? ¿Eres tú? Salí con el cuchillo en la mano. El corazón se me quería salir. Caminé hacia la habitación de Juanfe. Abrí la puerta despacio. Me pareció verlo de pie, en la oscuridad que producían las cortinas cerradas, mirando los rayones de la pared y los afiches rotos. Parecía como si me mirara. Era un Juanfe más alto que mi niño. Tenía el pelo largo como el día de su graduación en el preescolar. Llevaba una chaqueta de índigo con el cuello levantado que lo hacía ver como James Dean. Me sonrió en la penumbra del cuarto. Hola, pa. ¿Juanfe? Sí, pa. Me pareció que podría abrazarlo. Pensé que tenía en su cuerpo un olor a hojas de monte. ¿Estás aquí? Sí, pa. Sentí que era real. También supe que duraría muy poco. Apenas unos segundos mientras mi corazón trataba de calmarse. Los instantes necesarios para apretarlo fuerte y dejarle unos lagrimones en el pelo. Ya casi vuelvo, pa.
Debí saberlo. Esas tristezas repentinas son el aviso de algo muy grave. Yo le dije a Azulita que el niño había estado aquí. Le conté cómo estaba de grande y también le hablé del olor a hojas de monte en su piel. Ya ella sabe que fue a esa hora cuando se acabó todo. Ella no se opone a que yo siga soñando con el regreso de Juanfe. Ella sabe que con el tiempo voy a recuperar la calma.