EL MAR ES BLANCO

Category: Cuentos Created: Wednesday, 28 June 2017 22:16

(Publicado por primera vez en la revista Escala, de Aerorrepública) 

Este es el tercer día ¿se va a quedar muchos más?, tranquila, no  serán  muchos. Si acaso uno. O  tal vez dos. La gorda hizo un gesto de incredulidad con la cabeza cuando corregí la cifra, después siguió moviendo los floreros de cristal sobre los manteles plásticos.  Les pasaba un trapo húmedo y sucio que raspaba la superficie de colores vivos.

Era el tercer día y ya no me importaba que en el dulceabrigo rojo estuvieran acumulados residuos de comida y que con ellos limpiara el mantel. A esa hora los brazos me sudaban y  todo el cuerpo lo sentía pegajoso. Mi ropa se veía sucia. La guayabera blanca tenía sombras y arrugas.

Deseaba con toda mi alma que el tiempo pasara rápido para irme al hotel, llenar la bañera con agua y espuma, afeitarme y luego echarme desnudo boca arriba en la cama. Después todo sería nuevo. Pero faltaba un día más o quizás dos. A esa hora debían estar reunidos todos los agentes, abanicándose con el programa de mano, mirando con desgano al conferencista y pensando en la playa. Qué clase de bobazo habrían traído esta vez a hablarnos sobre el camino del triunfador. El año anterior estuvo un sicólogo experto en colores que nos hizo pasar al frente uno a uno. A mí me dijo, Señor Mejía cierre los ojos y piense que está en medio del mar, muchos kilómetros de agua a su alrededor, mucho sol y mucha brisa sobre su piel, ¿en qué color piensa? Y yo cerré los ojos y me vi metido en un botecito de caucho que flotaba sin rumbo. Me dejé llevar y alejarme del auditorio, sólo agua a mi alrededor, la tierra cada vez más lejos, mis compañeros de ventas sentados y aburridos en el salón mientras yo me iba. Blanco, dije. Pero el experto en colores me corrigió, Azul, señor Mejía, debe pensar en azul. Y yo seguía pensando en blanco. Me senté en la mitad de las risas de todos y pensé en blanco. Desde entonces mi mente ha estado en blanco. El azul no me dice nada, el rojo me duele en el alma, el amarillo es el color de los huevos fritos y nada más. El marido de la dueña me entiende a pesar de que no le he contado casi nada de mí. Él sabe que todo va a pasar muy pronto, en un día o en dos, máximo, cuando se acabe la convención. Mientras tanto comprende que necesito un lugar para cubrirme del sol de esta ciudad. Aquí tomo café todo el día y en la noche me tiende unos  cartones en la bodega de las cervezas. Ahí me acuesto a pensar hasta el amanecer. El tipo se comporta como si supiera que esto le puede pasar a cualquiera. Por eso me sonríe por las mañanas y no me pregunta cuándo me voy a ir. Me deja vigilar el hotel donde están mis antiguos compañeros y no me dice nada. En cambio la gorda se me atraviesa con la escoba de barrer para no dejarme ver los movimientos de la gente de la convención. Y siempre me está recordando el tiempo que llevo aquí escondido. Me acepta sólo porque le pagué lo que me pidió el primer día. Tal vez no creyó que fuera a quedarme. Me dijo que eso era un restaurante y no un hotel. No importa, señora. Me quedo. Y desde aquí he podido ver el desarrollo de la reunión. He visto a Castillo y a Montoya caminar abrazados por los alrededores de la piscina. Se ve la habitación de la pelirroja que siempre gana el premio de mejor vendedora y ya la pillé revolcándose con el supervisor de la costa. Frente a mí han pasado todos y nadie sospecha que los miro desde la sombra de este lugar.  Nadie me extraña. Fernández y Ruiz creerán que estoy borracho y que regresaré para la fiesta final. Me habrán llamado al celular, golpearían la puerta de mi cuarto y con toda seguridad habrán dicho, Dejémoslo, Mejía es un tipo extraño, y siguieron la rutina sosa de la gran convención de ventas de seguros.

Fernández se rio de mí cuando colgué el cuadro del mar en mi cubículo. Ocupaba todo el frente de mi escritorio. Ya sabían lo del bote de caucho flotando a la deriva. Azulito, señor Mejía, Azulito, me decían para recordarme la orden del sicólogo, pero yo pensaba en blanco y soñaba con el momento en que pudiera hacerlo realidad. Ya estoy a punto. Sólo es esperar a que termine el teatro de la convención, que se abracen en la fiesta, que se juren lealtad y que al otro día desfilen moribundos hacia el aeropuerto. Entonces la ciudad será mía. Podré caminar descalzo por las calles que se meten a la playa. El sol me va a broncear hasta que parezca un costeño y pasaré inadvertido. Ya tengo un amigo, me refiero al marido de la gorda, y con él puedo jugar dominó por las noches cuando no esté flotando en mi bote. Con el tiempo se van a olvidar de mí en la oficina. Alguien va a descolgar la fotografía del mar y la guardará en un baño. Tal vez Fernández y Ruiz me recuerden cuando regresen a la próxima convención.

Tranquila, le digo a la gorda, mire que ya se van todos.  Esta noche no estaré aquí. Ella me mira y por primera vez sonríe con ternura. Desde la puerta ya no se ve movimiento en el hotel de enfrente. Es mediodía y la gente se esconde del sol. Es hora de salir a respirar el aire caliente de este puerto. El ruido del avión corre el telón de mi vida anterior. Ya no queda nada.