CAMILA TODOSLOSFUEGOS

Category: Cuentos Created: Wednesday, 28 June 2017 22:07

Yo fui un auténtico jarli, pero desde el 15 de noviembre de 1971 soy un recuerdo que se va.  En estos años vi madurar a Camila como un árbol al sol y al agua sin esconderse de las noches frías ni de los días tristes.  Su cuerpo se está  ajando, y no queda ni sombra de esa piel tibia que me sonreía en mi garaje o echados en la tierra húmeda y arenosa de las montañas que recorríamos en mi Harley Davidson.

Para Camila soy apenas un leve dolor en su alma, un débil recuerdo que conserva como una mascota frágil en los rincones oscuros de esta casa donde por mucho tiempo fui una presencia que la atormentaba. 

Veinte años pasaron y no hay dudas de que disfruta su soledad.  Es una mujer que aprendió a vivir sola y sin esperanzas, sabiendo que se está volviendo vieja.  Ella lo siente porque cada vez son menos las propuestas que le hacen los hombres en esas largas caminadas desde su trabajo hasta la casa.  Muchas veces la detuvieron manos extrañas, y bocas oscuras le pidieron besos y sexo.  Camila sólo aceptó en escasas ocasiones, y lo hizo pensando en mí, agrandando este recuerdo.  Así los trajo hasta acá.  Sin mirarlos a las caras.  Sin encender las luces para no espantar mi memoria agonizante.  Temerosa de descubrir la verdad en el reflejo de las ventanas o en el resplandor de los espejos.  En silencio, ahogándoles los gemidos, los llevó a su cama y allí los amó y se dejó empujar al vacío.  Sé que luego buscó mi imagen, algo que la pusiera a salvo de la tristeza, y sentí su llanto débil, tan débil como el recuerdo que ahora soy en su vida.

Quién hubiera pensado hace veinte años que Camila se iba a volver vieja. Ahora camina despacio por la ciudad y todos los días aparece en esa puerta cuando ya se ha oscurecido.  Entra y en la primera silla de la salita de estar descarga los paquetes que trae del mercado.  Sin encender las lámparas deja los zapatos en la puerta del baño, y no la cierra cuando se sienta a orinar.  Le gusta mirar desde allí hacia la oscuridad.  En esos momentos siente el resuello de mi recuerdo cada vez más débil, ahora frágil, yo diría imperceptible.

En su rutina la he visto acariciar mi fotografía donde estoy con gafas rayban espejo y patillas largas a la moda de 1971.  A veces se detiene a buscarme en esos químicos que residen desde hace tiempo en el papel enmarcado, me acerca a su pecho robusto y cuarteado por los años y me besa con los ojos cerrados.  Ya no salen lágrimas de esos óvalos grandes y maduros.

Camila Cienfuegos, me gusta decirle.  Cien fuegos, querida así como suena, le dije cuando se sentó  junto a nosotros la primera vez y preguntó con esa vocecita que me atrapó desde el comienzo, ¿Camila qué?,  Cienfuegos, Milfuegos, Todoslosfuegos, le insistí sin explicarle que mi hermano Juan en ese entonces hablaba todo el tiempo del guerrillero cubano y otras pintas soberbias que él mantenía en la cabecera de su cama.  Juan se identificaba con ellos, pero a mí sólo me interesó ese nombre porque me imaginaba en una moto grande de la que salía candela por todas partes y me veía como un demonio de gafas oscuras.  Ella no alcanzó a saber la verdad del apodo que desde entonces le puse, y mi gente la dejó así,  Camila.

Para mí fue como una bendición su llegada esa tarde al café donde los jarlis escuchábamos en silencio las mentiras de Octavio.  Ya había oscurecido afuera y la calle Sucre se veía triste desde la mesita repleta de humo.  Entró moviendo la cabeza en forma nerviosa como si buscara a alguien.  Repasó una a una todas las caras de los que en esos momentos nos ahogábamos en el café y cuando me tocó el turno dije en voz tan baja que apenas pudieron escuchar quienes más cerca estaban, “Camila Cienfuegos”; y sonreí mirándola a esos ojos negros.  Sin embargo me oyó y apartó con un suave movimiento de su mano izquierda el humo que había viajado hasta ella.  Caminó despacio hacia mí y se inclinó para pedirme una aclaración acerca del nombre.

Con el tiempo me he preguntado por qué se quedó con nosotros esa vez en el café.  Quizá en su elemental forma de ver el mundo esperaba la explicación respecto a lo de Cienfuegos, o tal vez también le gustó esa combinación de palabra.  O, lo más seguro, se quería dejar atrapar esa tarde por algo que la sacara de la tristeza, porque, igual que a mí, nada en el planeta podía librarla de las ganas de llorar cuando se iban acercando las seis de la tarde.  Por eso me quedé mirándola hasta cuando Octavio dejó de hablar a la media noche.  Me deslicé por esa piel que sonreía y la recorrí milímetro a milímetro con mis ojos sintiendo que el calor de su superficie me quemaba los párpados.  Siempre me gustó mirarla sin hablarle, pero ella se sentía incómoda y se echaba el pelo sobre la cara.  Cuando por fin se descubría ya era otra persona, dispuesta a dejarse mirar, a permitirme jugar con su croquis sin tocarlo.  Así nos excitábamos delante de Octavio y los demás jarlis que siempre hablaban de cosas ajenas a los mil fuegos de Camila.

Hay  que mirarla bien ahora.  Ignorar la robustez de su cara para leer en ella toda la historia, porque hoy parece una matrona con el pasado olvidado.  Empieza a tener lentitud en su forma de andar  y en las noches come con avidez en la mesa solitaria de esta casa, sin importarle la grasa que retoza en su cuerpo.  Ya los calzoncitos no se adhieren con suavidad a las líneas de su piel.  Ahora los muslos se le juntan y le sepultaron la gracia de su paso.  Pero siguen ardiendo todos los fuegos en ella y yo los veo desde este lugar donde todavía vive la memoria.

Me duele pensar que ya casi me ha olvidado y pronto dejaré de ser este recuerdo que todavía me permite vivir cerca de ella.  Cuando me olvide no sé que va a ocurrirme.  Quizá me convierta en un gemido extraviado en el viento.  Así, de vez en cuando, en sus caminatas vespertinas por la ciudad, me va a escuchar y sabrá que soy un llanto que sigue mirándola desde cualquier parte, como antes, cuando llegó a la mesa del café para quedarse, sin molestarse por el humo, ni por el engreimiento de Octavio y ni siquiera por el sentimiento hostil que despertó en las muchachas del colegio Marymount que llegaron después invitadas, por supuesto, por Octavio.  Camila llegó para quedarse y mi gente, es decir, los jarlis, y yo sentimos que nuestras vidas se perdían en largas tardes de un deseo inexplicable.

Todos quisimos amar a Camila.  Estábamos acostumbrados a arrebatarnos los amores porque éramos niños ansiosos de besos y sexo.  Octavio era el jefe de los jarlis desde la muerte de Enrique.  Él estaba hecho a la medida de su moto.  Su figura casaba con la silueta de la Harley Davidson,  prognático, narigudo,  óseo, piernas y brazos alargados.  Era un jarli perfecto,  veloz y presumido.  Usaba pulsera con escudo de águila en el brazo izquierdo.  Su pelo amonado brillaba con el sol de las cinco de la tarde.  Él me enseñó a tocar mujercitas en el cruce de la calle Junín con la Playa,  Es cuestión de seguridad interior, me decía mientras estábamos parados frente a la vitrina de la Continental aparentando ver libros pero alerta a la cercanía de una falda.  Había que mirar de reojo hacia Junín y estar listos con las manos despiertas dentro de los bolsillos de la chaqueta.  Esperábamos que hubiera tumulto, entonces simulábamos empujones hasta pasar cerca del objetivo.  Era necesario arrimarse y sentir el perfume que llevaban detrás de las orejas.  Sólo en esos momentos sacábamos las manos impacientes y las dejábamos caer en la terminación de las piernas.

Nos hicimos asiduos y expertos.  Llegamos a ejercitarnos hasta el punto de atinar a coger con índice y pulgar el elástico a través de las falditas sin que se nos enojaran en plena calle.  Así recogíamos recuerdos que mascábamos más tarde en el café y, mucho después, en la soledad de las cobijas.  Construíamos historias en voz alta y bebíamos cerveza para lacrar el sobre de las fantasías.  Eran momentos efímeros que tratábamos de eternizar en la memoria.  Siempre teníamos presente el sonido de unos pantaloncitos en los dedos, el calor de una respiración, la cercanía de unos labios.  Por eso, cuando apareció Camila, todos quisieron tocarla, palpar con los dedos adiestrados la textura de su ropa interior o beberse su boca sin respirar.  Sin embargo, a pesar de quedarse con nosotros desde esa noche, no parecía dispuesta a entregársenos.

Camila todavía canta.  Sin saber inglés llegó a conocer de memoria las canciones de los Beatles y los Rolling.  Ahora canta baladas.  Temas tristes y sin esperanza que escucha todo el día en su trabajo de la floristería.  Canciones distintas a las de aquellos años cuando empezó a vestirse como las amigas de Octavio, con jean apretado al cuerpo, boticas a media pierna y camisetas negras.  Las del Marymount terminaron por soportarla porque Octavio quiso que perteneciera al grupo de jarlis. Él mismo la llevó a pasear en motocicleta y la obligó a aferrarse a su torso huesudo.  Camila siempre estaba alegre.  Se reía con fuerza y a todos nos transmitía como un corrientazo por los cuerpos.  Poco a poco Octavio fue renunciando a tenerla porque sin perder su alegría ella se le mostraba indiferente.  Yo seguía mirándola y soñando con tocarla como un terciopelo.  Ya me llegaría el turno.  Mientras tanto dejé que las cosas sucedieran por sí solas.  Hice esfuerzos por pasar las horas sin sentir que me quemaba por dentro y me apegué como nunca a mi Harley.  Pasé horas de verdadero alivio encerrado en el garaje de mi casa, brillando la moto, desarmándola y armándola, mirándola de lejos, viendo cómo  entraban los rayos de sol hasta ella y producían reflejos fascinantes, convertidos con el tiempo en compañeros de contemplación, acariciadores como mis ojos y mis manos, ansiosos también por salir a pasear en la Harley.  Pero aprendí a esperar encerrado entre llantas viejas, rines oxidados, olores a gasolina, aceite y brillantina.  En medio de ese silencio de los garajes del barrio, sobreviví a pesar de que Octavio tardó una eternidad en renunciar a Camila.

Ahora también espero.  Está cercano el día en que ella abra la ventana y exhale lo que todavía le queda de mi memoria.  Entonces tendré que irme y deshacerme en la nada, renunciar a verla envejecer,  dejar que sea otro quien se tome los últimos sorbos de su alegría.

Si veinte años atrás supe esperar, ahora que no tengo más alternativas también lo  hago.  Mientras tanto disfruto reconstruyendo esos tiempos alegres, cuando Octavio dejó de acosarla todos los días desde temprano en la mañana y pude decirle de nuevo y de frente,  Camilacien, Camilamil, Camilatodoslosfuegos.  Y desde entonces mi Harley y yo sentimos su cuerpo muy cerca, su respiración caliente en mi cuello, sus muslos abrazados a la silla.  Hasta las del Marymount parecían contentas porque por fin Octavio quedaba libre otra vez.  Pero éste sólo sentía que había perdido su honor.

Sé que Camila fue sincera, pues en toda la casa no he visto una sola fotografía de Octavio.  En cambio yo sí estoy ahí petrificado por la cámara de alguien que ya no recuerdo y quizá ya tampoco existe.  Sonrío hacia un punto indefinido,  a un lado está mi Harley.  Jamás he escuchado que ella pronuncie el nombre de Octavio, tampoco me parece que invoque su recuerdo cuando se toca en las noches.  Por eso creo que todo valió la pena hasta ahora, y será importante hasta el día en que un vientecito frío saque mi recuerdo de esta casa para siempre.

Por  supuesto que esa tarde yo sospechaba que las cosas podían terminar como por fin ocurrieron.  Pero me bastó mirar a Camila con el cabello revuelto por la brisa y el sol bordeándola sin tocarla para entender que debía aceptar el reto de Octavio.  El estaba ciego por la rabia y mostraba huellas de sufrimiento en la cara.  Su Harley también sentía dolor y trazaba círculos en la calle al tiempo que rebufaba con furia cuando las del Marymount lo rodearon para calmarlo.  Todo se fue presentando sin que nadie pudiera impedirlo y así quedó sellado el duelo frente a las miradas de las amigas de Octavio.

No sé quien le habló a Camila de honor.  Nunca supe si en los vecindarios en donde se crió la gente conocía los códigos del valor.  Lo cierto es que ella no dudó un instante cuando Octavio dijo que el asunto se definiría esa noche del 15 de noviembre en las Harleys.  Todos la miraron como pidiéndole su intervención.  Llevaba puesto un jean viejo y una camiseta desteñida.  El viento había enmarañado su pelo y tenía el mismo aspecto desamparado con que la vi entrar al café la primera vez.  Pero en sus labios había algo, igual que en sus ojos y en todo su cuerpo.  Era un elemento nuevo, una muestra de felicidad y tristeza, dentro de esa ropa  descolorida donde respiraba con la fuerza suficiente para desafiar la soledad del resto de su vida.  Desde allí me miró como si quisiera darme el valor necesario para enfrentar lo que venía.  Le envié un beso a través de las miradas hostiles y acepté la cita a la media noche.

Camila cantó a mi lado toda la tarde.  Estuve tendido en una manga junto al seminario menor mirándola con el cielo al fondo.  Hubo nubes que se movieron como en una danza macabra sobre su cabeza.  Sopló el viento húmedo que habita en esas montañas al oriente de la ciudad y jugó con el cabello de Camila.  Al caer la noche ella me abrazó con fuerza y con la voz entrecortada me pidió perdón.  Era el mismo gesto que aparece en su cara cuando besa mi fotografía amarillenta.  Por eso sigo esperando y lo haré hasta el último segundo en que haya un leve recuerdo de mi amor en ella.

Camila era valiente.  Esa noche la calle estaba mojada cuando llegamos a la puerta de la Voz de Medellín.  Gente que  antes jamás había visto se me arrimó para verme de cerca.  Recuerdo que estreché las manos de hombres y mujeres que me sonrían al mirarme.  Entre esas manos sentí la frialdad de las manos de alguien que me miró como miraba Enrique, se sonrió como se sonreía Enrique y también se perdió entre el tumulto antes de que pudiera recordar que Enrique había muerto en un duelo igual al de esa noche.

Las del Marymount le pidieron a Camila por última vez que nos hiciera desistir.  Ella caminó entre la neblina que flotaba en el aire y me dio un beso en la frente.  Esa vez no pronunció una sola palabra aunque sabía que segundos más tarde Octavio y yo volaríamos en nuestras Harleys en busca de la muerte.  Ella estaba enterada de  los  veintisiete cruces de calles entre la partida al frente de la emisora y la llegada en la puerta en el colegio de San José.  Si ninguno de los dos tropezaba con un carro en las intersecciones, entonces serían otras veintisiete oportunidades para resolver nuestro lío al regreso y de nuevo, hasta cuando hubiera motivos para detener la carrera con  honor.

Camila lo sabía.  Lo sentí en sus labios sobre mi frente, sin embargo no tuve miedo y me acomodé en mi Harley mirando de reojo a Octavio que también tomaba posición.  Él picó primero, luego mi moto saltó por reflejo y se fue al lado suyo.  El primer cruce lo pasamos como un relámpago y apenas alcancé a ver las luces de un automóvil a nuestra izquierda.  Los siguientes estuvieron vacíos y Octavio no se detuvo al llegar al portón del colegio al final de la ruta.  Dio vuelta en seco y rugió con toda la rabia que aún le quedaba hacia mí.  Se lanzó en punta para dejarme atrás como si buscara desaparecer disuelto en la noche.  Sentí como nunca su valor y pensé que por algo había sido el jefe desde la muerte de Enrique.  Octavio era un auténtico jarli.

Cuando terminamos la primera vuelta las muchachitas del Marymount gritaron como si su equipo hubiera hecho un gol.  Para entonces la noche nos había enfriado las caras y la calle parecía un espejo oscuro.  En ella brillaban los avisos de neón de la emisora y las luces de las dos Harleys que combatían.  Alcancé a ver a Camila que se había aislado del resto de la gente cuando levantó su mano izquierda hasta la cara.  Si hubiera podido detener mi moto habría visto las lágrimas que ya se le metían a la boca.  Pero no hubo tiempo de nada.  Instintivamente me adelanté y llegué primero que Octavio al cruce con la carrera Ecuador.  Entonces sentí que el mundo se partía como una cáscara de huevo,  bajo mis manos ya no estaba la Harley.    Creo que di varias vueltas en el aire como un astronauta, luego caí lentamente en un colchón de flores rojas, húmedas y fragantes.  Recuerdo que de nuevo vi a Camila cantando a mi lado y sobre su cabeza otra vez danzaron nubes macabras

Después del entierro hasta los jarlis se olvidaron de mí.  Sólo para Camila seguí siendo un recuerdo amable y fuerte en su alma.  La he acompañado en su soledad durante estos veinte años y comprendí que los muertos también envejecen.  Ahora estoy cerca del final verdadero, de ese que tarde o temprano les llegará a todos, inclusive a Octavio, a las del Marymount, a los jarlis, a las muchachitas que se  dejaban manosear por nosotros en la calle y también a Camila.  Estoy a punto de quedar borrado de este mundo.  Soy un recuerdo que se va.  Sólo quiero cerrar los ojos y echarme en este rincón donde todavía puedo sentir a Camila.  Sé que cuando los abra de nuevo, ya me habré ido de ella.