ESPERANDO A AGUSTÍN

Category: Cuentos Created: Wednesday, 28 June 2017 21:54

(Este cuento ganó hace 25 años el primer premio en el Concurso Nacional de Cuento Gobernación del Quindío avalado por COLCULTURA). 

Otra vez empieza a llover.  Va a ser difícil que Agustín pase por aquí cuando venga del trabajo. Podría dar la vuelta por el rancho de Miguel.  Los hombres que pasaron hace un rato debieron haberme visto. Las mulas casi me pisaban.  Seguramente peones de Punto fresco, aunque no pude verlos y tampoco hablaron pero son los únicos que andan por estos lados.  Iban en bestias fuertes. Pisaban duro, sacando los cascos rápidamente del pantano. Tal vez por eso no pararon, porque eran peones de Punto fresco y no quieren líos con los jefes.  Traté de voltear el cuerpo boca arriba y no pude.  Pasaron rozándome con su aire sin detenerse. A esta hora deben haber llegado a la finca y todos los peones ya estarán enterados. Bautista y El Mocho se vienen a buscarme, pero con esta lluvia… a lo mejor esperan hasta mañana, entonces quién sabe.  Todavía queda la esperanza de Agustín. 

A veces, cuando trae hambre no da la vuelta sino que se viene derechito, él podría encontrarme.  Mientras tanto trato de ponerme boca arriba para que me vea. Parece como si no fuera mi cuerpo sino un bulto sin vida.  No logro mover ni un dedo, solamente los ojos.  Veo el pantano en donde estoy, las gotas de lluvia que ruedan por el brazo derecho.  Si me esfuerzo un poquito alcanzo a distinguir la trocha por donde se fueron las mulas.  Pero hacia atrás nada, adelante nada, sólo brazo derecho y trocha a la derecha.  Ya se oscurece oscurece y el agua sigue cayendo en la maleza.  Se me cierran los ojos.  No sé cuánto tiempo llevo aquí tirado sin poder moverme. Perdí la cuenta de las horas o de los días desde cuando me montaron al jeep.  Debe haber pasado mucho tiempo y seguramente en el pueblo me están buscando.  La lluvia les habrá dado qué hacer. Sólo Agustín me podría encontrar.  Eso si no da la vuelta por el rancho de Mi

Cuando los hombres de Vargas se me vinieron encima con los alicates no pude mantenerme en pie.  Caí junto a Petaca, el de las botas de estrellas que me levantó de un patadón, y hasta ahí recuerdo.  Después desperté viendo resbalar gotas por el brazo derecho, sin poder mover nada aparte de los ojos.  Al rato la manga derecha tenía un color marrón con manchas azules. Aquella mañana me había mirado al espejo cuando cerraba el botón del pantalón con la camisa por dentro.  Dos ojales en el pecho sin tapar. La barba toca el cuello, se monta un poco, subo las mangas hasta los codos. Detrás estaba ella.

-No pases por Punto fresco, anoche estaban muy borrachos.

-Estarán dormidos –le dije

-Mejor no pases.

Me miré nuevamente de cuerpo entero.  Ella dice que la camisa azul me queda bien. Estaba recién planchada y le gusta vérmela puesta los domingos.  Después de todo no iba a demorar, sólo a pagar unos pesos a Agustín que se los debía desde hace tiempo y era mejor pagar ahora, aunque después vuelva a pedírselos.  Cuando salí pensé que no demoraba en llover. Pasé la noche anterior sentado en la cama escuchando el golpeteo de la lluvia. No podía poner la mente en blanco, con unas ganas enormes de que escampara y amaneciera de una vez.  Desde adentro se oían jeeps que pasaban y frenaba en seco.  Gritos de los hombres de Vargas, risotadas, botellas que se rompen en la pared de la casa.

-No van a hacer nada –dije para que ella se calmara.  

Y así fue.  Gritaron un rato y luego se fueron cansados de mojarse.  Pero después no pude dormir.  Fumé algo más de un paquete de cigarrillos hasta el amanecer pensando en lo que había sido todo este tiempo en que tratamos de volver a la tierra.  Nunca me he resignado a dejársela a Vargas porque esta pelea ya tiene muchos años y en ella murió mi viejo cansado de esperar justicia de oficinas, enfermo y pobre, después de haber trabajado toda la vida en Punto fresco.  Se crió arreando vacas en los potreros.  En aquella época tenían otro patrón, dicen que muy rico y educado. Por eso cuando estalló la guerra y salieron bandidos de todas partes asustando a la gente para que dejaran las fincas, prefirió irse y salvar su pellejo. No más les dijo a los peones:

-Ahí les queda a ustedes para que se paguen.

Cada uno armó su rancho. Clavó estacones y puso alambradas. Pero les duró poco la propiedad. Entonces apareció Vargas, un pipiolo acompañado de una montonera de indios y fue facilito echar a los viejos peones. Se quedaron esperando el día en que algún presidente fuera a devolverles la tierra y murieron con esa idea. Cuando uno crece esperando algo que nunca va a pasar y ve cómo se desmorona la vida de un peón recio, arañando la esperanza, aferrándose a ella, resistiéndose a morir mientras la tierra esté en manos de bandidos, y ver que es inútil apretar quijada y puños porque los años empezaron a echar cenizas en la mirada que se apaga, y llega el día en que toca enterrar la esperanza junto con los huesos del viejo peón, entonces ya no queda otra salida y hay que enfrentar las cosas a lo macho.

Esa noche se me hizo larga de tanto pensar. Cuando ella despertó ya no llovía. Sin embargo, aún rodaba el agua que se queda estancada en el techo. Su figura apareció en el espejo apenas acababa de vestirme. Luego sentí que me seguía con la mirada hasta la casa de Alejandra, la mamá de Bautista. Doblé a la derecha y me metí al monte.  No sentía cansancio ni sueño. Sólo sequedad en la boca, seguramente por los cigarrillos.  Aspiré fuertemente el aire frío de esa mañana que daba ánimos para el camino. Agustín me vio llegar y siguió motilando al muchacho.  Mientras terminaba me senté a descansar. Desde allá se veían los potreros empantanados, las cercas de Punto fresco, el caserón de la hacienda, calmado, sin movimiento, carros parqueados en desorden.

-No debió venir –me dijo sin dejar de mirar la cabeza pelada del muchacho.

-Vine a pagarle

-No vale la pena

-No hay por qué preocuparse tanto, Agustín

-Compadre, aquí pueden pasar cosas muy raras.

-Qué va.

-No se confíe

-Todavía deben estar durmiendo la borrachera.

-Vargas es desalmado, compadre.

-Si se le aprieta, suelta. Algún día volvemos a Punto fresco, ya verá.

-Tal vez demoremos.

-Algún día, Agustín. Hay mucha gente pasando hambre.

-También muchos cobardes.

-Claro, tiene que haber de todo.

-Compadre, cuando usted estaba en la cárcel nadie se atrevía a andar por ahí, ni siquiera hablaban con uno. Todos muertos de miedo de Vargas.

-¿Y usted?

-Bueno, uno solo no hace nada.

-Pero ya salí, compadrito, y las cosas van a cambiar.

-Quién sabe para cuál lado.

-Para el bueno, Agustín.

-Cuídese, aunque no más sea por la niña Pilar, ya ve cómo enflaqueció en todo este tiempo.

-Primero la tierra, después los cuidados.

No pensé que algo pudiera ocurrir. Siempre decían cosas de uno. Más desde la invasión a Punto fresco, pero no pasaba nada.  Agustín siempre está esperando lo peor. Como si los años le advirtieran a cada momento la posibilidad de morir. Recuerdo cuando llegó a la cárcel en compañía de su mujer cargando al pelado recién nacido.

-compadre –dijo-, vamos a bautizarlo aquí antes de que salga, porque después no se sabe lo que pueda pasar.

Y llevó al cura a esa pocilga para que yo pudiera ser padrino.  Siguió visitándome con mucha frecuencia.  A pesar de todo me alegraba verlo llegar y pararse a mi lado a fumar, casi en silencio, no más abriendo la boca para que decir que ojalá me tuvieran todo el tiempo encerrado porque al menos ahí estaba seguro, a salvo de Vargas. Lo miraba irse otra vez, piernas largas, poncho en los hombros, zancadas de arriero, mirada escondida.

Aquella tarde me vine tempranito huyéndole al agua y ahí en el camino me salieron de sopetón.  Al más grande lo llamaba Petaca y parecía muy importante. Hablaba poco y daba órdenes. Tenían la misma borrachera de la noche anterior y dos iban dormidos en el sillón de atrás. No tenía caso correr. Bien armados, borrachos, agresivos. Era mejor esperar. Petaca me agarró por la camisa a zarandearme, después me montó al jeep de un empujón. Camino del río pararon a vendarme los ojos. No me aguanté las ganas de gritar cuando empezaron a patearme en el estómago y a arrancarme pedazos de barba con los alicates. Se volvieron como demonios y entonces decidieron hacerme todo esto.

-¿Se va a encachorrar de a mucho, o qué? –dijo uno de ellos.

No supe quién empezó. Lo cierto es que se me heló el cuerpo cuando halaron la primera uña, después otra y otra, todas en manos y pies. Saqué alientos para gritar de nuevo y sólo recuerdo haberles arriado mil veces la puta madre. Me quitaron la venda y se me fueron arrimando y gritando cosas que ya no recuerdo. Unas manos duras me abrieron la boca. Traté de morder pero ya habían agarrado la lengua con los hierros fríos. Halaron y me desplomé sobre las botas de estrellas. Después sentí el estruendo. 

Ahora no tengo fuerzas para nada. No soy capaz ni de salirme de este charco. La única esperaza es Agustín, porque los peones de Punto fresco seguramente llegaron callados y ni siquiera avisaron al Mocho ni a Bautista. No queda más que confiar en que Agustín decida venir por aquí. Pueda ser que cuando me encuentre todavía tenga algo de sangre y se la haya chupado toda mi camisa, pues hace rato, cuando había luz, era una sola mancha de sangre y pantano. Apenas si se veían pedacitos azules. Algo me hicieron en la cara también. Alcanzo a ver gotas más oscuras que el agua en mi brazo derecho. Caen seguido y algunas se meten en la boca. La siento vacío y muerta. Quizá he empezado a morir del todo, porque cuando pasaron los peones traté de llamarlos y mi boca no obedeció. Como si no fuera mía sino un a boca cualquiera tirada a mi lado.  Pero algo se mueve todavía en el pecho. Lo oigo sonar despacio, casi al mismo ritmo de las gotas que ruedan por mi brazo. Lo distingo bien del ruido que hacen los sapos en mis oídos. Pero no sé por cuánto tiempo. Aún no sé si Agustín me encuentre cuando venga del trabajo, o la gente del pueblo, apenas haya luz y deje de caer agua.  Ya no quiero intentar voltearme. Mejor espero el momento justo en que sienta venir a Agustín, entonces junto las fuerzas que me queden en el brazo derecho, cierro los ojos, me impulso, y ¡zuas!, me volteo.  Mientras tanto me quedo así, quieto, con la mente en blanco, como en las noches de cárcel, buscando la imagen de Pilar, sintiendo el viento que sopla de la montaña y arrastra olor de tierra, esperando el día en que recuperemos Punto fresco, y escuchando hasta que pueda el brinco del corazón.

-Metámonos por la trocha.

-¿Otra vez?

-Desde anoche me entró desconfianza.

-No perdamos tiempo con su desconfianza.

-Entonces voy solo.

-Está bien vamos los dos.

El pantano se traga las patas hasta las canillas.  Ellos espolean.  Adelante Agustín, más atrás el doctor Damián. Ambos camino de la trocha que se angosta por momentos. Se agachan para evitar chuzones.  Maleza pisada delante de Agustín. Sigue el rastro. Poncho en los hombros cuadrados lleno de barro, piernas encogidas, abarcas clavadas en los estribos, acelera el paso.

-Mire doctor

-¡Por Dios! Con cuidado. Veamos.

-Debe estar aquí hace dos días. Murió en la madrugada.

-Compadre, otra que le fallo. Esta vez sí que la hice buena. Anoche pasamos por aquí en las mulas del doctor y no lo vimos. Debió hacerme caso cuando le dije que no valía la pena arriesgarse. Le fallé como cuando nos dejamos sacar de Punto fresco sin pelear porque usted ya estaba en la cárcel y tuvimos que quedarnos en el ranchito de al lado, no más viendo acabar las esperanzas del día en que volviéramos a la tierra. Lo dejamos solo sabiendo que lo iban a matar.  Todos lo sabíamos, pero nos dio miedo de los hombres de Vargas. Créame, compadre, miedo del bueno.  El sábado salieron borrachos para el pueblo. Los vi desde arriba y dije, Lo van a matar. Y al otro día llegó usted a pagarme la plata. Lo noté cansado, pero creí que ya no le iban a hacer nada. Después se fue y me entró la idea. Quise irme detrás a acompañarlo, pero pudo más el miedo.  Me quedé con un frío en el pecho, pensando toda la noche, viendo llover, hasta que no me aguanté y fui a buscar al doctor Damián. Y anocho, cuando lo pudimos salvar, pasamos por encima de usted como si fuera un árbol tumbado.

Las mulas llegaron al pueblo después del mediodía. Sonido lento de cascos salpicando charcos. Atravesaron la plaza vacía. Adelante el doctor Damián envuelto en una ruana mojada. Atrás Agustín. Pies por fuera de los estribos, abarcas raspando el suelo. En una mano las riendas, la otra sobre el cuerpo sin vida. Cabezas clavadas entre los hombros. Casi nadie los vio llegar porque a esa hora seguía lloviendo.