Santa Marta estaba fresca esa tarde de diciembre. Recorrí todo el malecón y me senté a tomarme una cerveza en un sitio frente al mar en donde jugaban bingo y en los intermedios se presentaba una cantante jorobada.
Recordé los primeros días cuando Mariana y yo íbamos a lugares como ése a imaginar la vida que nos esperaba. Ahora me había picado el desespero por irme. Ocho años eran más que suficientes para demostrar que no le estaba sacando el cuerpo a la pelea, o bueno, que sí se lo estaba sacando pero ya había hecho mi parte y ahora quería regresar. En el fondo yo sabía que no era un cobarde aunque lo pareciera y a pesar de que todos dijeran que sí. Sólo Nacho entendía. Él cumplió quince años cuando apenas llegaba de Cali. Se los celebramos en una chalupa en cercanías de El Banco después de una reunión con los colonos que venían del sur.
Era como mi hermanito menor al que tenía que proteger porque no conocía casi nada de la vida. Se emborrachaba con tres cervezas, se enamoraba de las cocineras de los restaurantes del puerto y no sabía disimular su misión en la zona. Ahora iba a cumplir veintitrés. Nos habíamos quedado de encontrar en el club del sindicato antes de mi regreso a Medellín. Yo quería despedirme y él guardaba la esperanza de disuadirme del viaje. La orquesta tocó boleros de la Sonora Matancera y la jorobada se lució cantando. Parecía una reina moviéndose por todo el escenario. Me tomé tres cervezas y salí a buscar a Nacho que a esa hora ya debía estar esperándome en el club.
El club era un centro de vacaciones del sindicato agrario. Cuando llegué, encontré a Nacho con el administrador y su mujer sentados debajo de un almendro. La oscuridad no me dejó verles bien la cara y no supe si se despidieron para dejarnos solos o porque no querían estar con un cobarde que abandona a sus compañeros. No te preocupés, Mejía, más nos alcanza, dijo Nacho y sacó una botella de whisky de su mochila. Después del primer trago él quería romper la tranquilidad de la noche en la que se oían los grillos y más lejos el mar que pegaba contra el muelle. Vamos para la playa, me dijo. Yo estaba cansado y sentía la pesadez por las cervezas que me había tomado. Sin embargo me dejé llevar. Descalzos y con los zapatos colgados de los hombros, pasamos frente al portero que fumaba sentado en un taburete inclinado contra la pared. Dejamos atrás las luces de las cabañas y entramos en un espacio azul, húmedo y tierno. Un trago para cada uno y nos tiramos boca arriba en el piso. Se veían las estrellas. Entonces pensé que ya él iba a empezar a hablarme de la única constelación que conocía y que siempre me señalaba cuando pasaba la noche en mi casa de la sierra. Mejía, me dijo. Qué, hermano, contesté. ¿Lo pensaste bien? Sentí un estremecimiento en todo el cuerpo. Ahora me iba a hablar del compromiso político, del valor y de esas cosas de las que estaba huyendo. Sí, lo pensé bien. Se quedó callado un rato en el que el mar rugió con fuerza. Entonces no te digo nada, dijo por fin. Se levantó a servir otros tragos y sacó de su mochila una pelotica de caucho. Mejía, vamos a jugarnos la vida a seis goles, dijo, y empezó a tecniquear con la pelota. La manejaba bien con el pie derecho. Hacía la treintayuna, la subía a la cabeza, la dormía otra vez con el pie, la pisaba. Vamos, hermano, insistió y entonces pensé que podría estar hablando en serio. Qué es lo que querés, hermano. Y él, mientras hacía otra treintayuna dijo, Que si te gano te quedás y si pierdo te vas. La pelota parecía una goma que se pegaba a su pie. Me serví un trago y le pasé otro. Mejía, es en serio, juguémonos la vida. Me senté a mirarlo y encendí un cigarrillo.
Qué decís, Mejía. Digo que lo dejemos para el año entrante, nos la jugamos en Medellín, o en Cali, pero no aquí. Qué pasa, Mejía, qué pasa, me dijo en tono burlón mientras movía la pelota de un lado a otro. El asunto es ya, Mejía, insistió. Me tiré de nuevo de espaldas sobre la arena. Quería jugármela pero en la ciudad. Allá estaba Mariana esperándome y también estaría una ciudad hostil de la que ya no sabía nada, donde nadie me conocía y seguramente nadie me había extrañado en este tiempo. Está bien, le dije, pero si yo gano vos también te vas y si pierdo nos morimos aquí de viejos los dos. El hombre dejó la bola y se sentó a mi lado. Ambos nos quedamos mirando hacia el azul oscuro del mar. No me imagino cómo sería yo de nuevo en Cali, dijo. Igual. Serías igual. No creás, Mejía. Aquí soy alguien y allá soy nada. En cualquier parte somos nada, le dije. Vaciamos la botella como si estuviéramos en un desierto. Nacho se tomó la última gota y la lanzó al mar al tiempo que gritó, Vida hijueputa. Después fabricó una cancha de fútbol con palos y cáscaras de coco. Listo, Mejía, juguémonos esta perra vida.
Mi hermanito menor perdió el partido. Yo gané. Bueno, es una forma de decir que quedamos seis a cinco y que el último gol lo hice casi arrastrándome. El pelao me obligó a correr como nunca. Me llevó por toda la playa bordeando el agua fría del mar y para quitarle la pelota tuve que pensar en los años de aislamiento que llevaba en la sierra. Mis piernas flacas temblaban débiles pero de alguna parte salía una orden que les decía, Corran más. Así le gané. Nos dejamos caer en la arena negra y ahí nos quedamos hasta que oímos el canto de un gallo. Entonces qué, le dije cuando las respiraciones sonaban calmadas, ¿vas a cumplir? Sabés, Mejía, me dijo sin moverse, No me puedo ir. Y después agregó, Una bruja en el pueblo me dijo que yo me iba a morir en un accidente cerquita de Barranquilla. Lo miré a ver si estaba hablando en serio. Los marxistas no creen en brujas, le dije. No me contestó y tampoco volvimos a hablar del tema. Caminamos hasta las cabañas en silencio y encontramos a la mujer del administrador adornando el árbol de navidad. Ella me saludó fríamente y le dijo a Nacho, Ven, cariño, ayúdame a colgar estas bolitas. Nacho me abrazó antes de hacerse cargo de la decoración. Esa mañana salí de esa ciudad para siempre, convencido de que nunca más lo volvería a ver.