EL SILLÓN DEL FORASTERO

Category: Artículos Created: Thursday, 29 June 2017 04:36

Texto sobre la Biblioteca Pública Piloto de Medellín. (2017)

Eran los primeros años de la década de los ochenta. No había Metro en Medellín y el ícono del progreso todavía era el edificio de Coltejer. Para entonces yo ya había sido expulsado de varios paraísos. En un tiempo seguí al pie de la letra las clases de matemáticas en la Nacional y me entusiasmé al ver que podía llenar cuadernos  con números y símbolos que significaban algo.

Luego fui un caminante de las montañas en donde pregonaba las virtudes de la revolución. Cinco años fuera de la ciudad y alejado de la civilización me convirtieron en un desamparado que regresaba a casa y encontraba que el mundo había cambiado. 

Yo buscaba un amor que me diera una nueva oportunidad para entregarle la vida después de mi destierro. Los viejos conocidos que todavía creían en la revolución ya se veían cansados y tristones en los bares de la ciudad. Pero a otros les brillaban los ojos cuando hablaban de lo que hacían para mantenerse vivos. Estaban en los cafés a cualquier hora del día. Unos contaban que hacían películas con el padre Luis Alberto Álvarez. También había quienes decían haber llegado a niveles altos en la comprensión de la ciencia. Escuché conversaciones de pintores y de músicos en Versalles en las que mencionaban teatros y galerías de Europa. Conocí a algunos poetas, a otros que escribían cuentos y tenían el sueño de hacer una novela. No había dudas de que en esos años de ausencia Medellín se había transformado y a la actividad cultural se le sentía la respiración fuerte y ambiciosa. 

Pero fue el destino, ese demonio sabio, el que me llevó a un lugar donde sentí que se resumía la vitalidad que tanto me entusiasmaba. Llegué a la Piloto con la timidez de un estudiante pobre y me senté al lado de muchachos que llevaban tres años reuniéndose cada semana a oír a Manuel Mejía Vallejo. Todos queríamos ser escritores y sabíamos que el maestro podía guiarnos en la oscuridad de esos primeros años. No le perdíamos ni un solo gesto. Se nos quedó grabada la manera de llevarse el cigarrillo a la boca, el movimiento de la mano para apartar el humo, el sonido del ron con coca cola al pasar por su garganta, los dichos, las frases, las historias. Al final de las sesiones quedábamos con ímpetus y algunos se iban a los bares a torear al diablo. Yo me quedaba para completar la lección semanal en la oficina de la Dirección de la Piloto. Siempre hubo qué tomar mientras Manuel hablaba. Muchas veces llegaron pintores, músicos, escritores que visitaban la ciudad y se acomodaban alrededor del brujo de la palabra. Así fue como se creó un espacio en el que todos los interesados en las artes y en la cultura eran bien recibidos. Tal vez lo que hizo Manuel fue lo anunciado en su bello cuento El sillón del forastero: “Aserramos el mejor tronco de roble y pulimos la madera hasta dejar listo un macizo sillón, abiertos sus brazos para recibir el cansancio de los errabundos. En el corredor delantero lo rodeamos de varios taburetes que parecían escucharle algún cuento de camino”.

En la Piloto se fundó una tradición de hospitalidad para el pensamiento. Siempre tuvieron espacio los creadores, los que cultivan las ciencias, los lectores, los que valoran la comunicación entre los seres humanos. En el cruce de la autopista con la calle Colombia, en medio del vértigo de los tiempos, la Piloto sigue abierta al mundo, dispuesta a acoger a los errabundos cansados.

 

Juan Diego Mejía