EL MUNDO QUE YO NOMBRO

Category: Artículos Created: Thursday, 29 June 2017 03:40

- TEXTO LEÍDO EN LA UNIVERSIDAD SAN BUENAVENTURA DE CALI. 2008

La tarea de un escritor a lo largo de su vida es construir un mundo propio. Tal vez ésta sea la tarea de todo individuo, pero la mayoría de las personas se dedican a vivir sin preocuparse por cumplir obligaciones existenciales. Simplemente disfrutan la vida. Lo demás se los dejan a quienes decidieron complicarse por su propia cuenta. Para esta construcción del mundo personal, el escritor sólo cuenta con el lenguaje como única herramienta. 

 

El lenguaje cumple la función de nombrar las cosas de tal forma que existan como consecuencia de haber sido nombradas. Lo que el escritor no nombre no existirá en su mundo. Como el escritor nombre las cosas así llegarán a su mundo. Si las nombra bonitas llegarán bonitas y si las nombra feas no habrá ser capaz de salvarlas de su destino.

¿Cómo es ese mundo que el escritor nombra?

A la hora de elegir un universo para contarlo, el autor se enfrenta a una decisión muy importante. Se trata de elegir un lugar en el que pasará la mayor parte de su vida.  Aquí puede equivocarse y dejarse guiar por cantos de sirenas. Los temas que más se venden, los temas que dan popularidad y renombre, temas ajenos que no son compatibles con su sangre pueden llevar al escritor a vivir el infierno del desasosiego. Por eso tal vez sea mejor decir que el universo elige al escritor y éste se deja guiar mansamente hacia sus brazos.

El lenguaje crea objetos, lugares, personajes, situaciones. Hay una clara correspondencia entre estos seres y el mundo elegido por el escritor.  En un mundo de aristócratas contemporáneos las palabras describirán los lujos de sus casas, las comodidades de sus oficinas, las potencias de los motores de sus carros, los paisajes de vacaciones y seguramente no tendrán mucha relación con el transporte colectivo, con las madrugadas en los mercados populares, con las carencias, con los gustos elementales. Y lo contrario también vale. Es decir, en un universo popular, las palabras más comunes serán las de la cotidianidad de las personas de bajos recursos y será extraño oir hablar de cosas que no se encuentran en esos lugares.

La lucha con el lenguaje

Para lograr que las cosas existan el escritor debe hacer que las palabras que escribe sean las que convoquen a los seres de su mundo. Si al escribir no aparecen los seres como los imaginó entonces debe escribir de nuevo una y otra vez hasta cuando esté seguro de que logró realizar sus pensamientos.  Este aprendizaje toma toda la vida. No es muy normal que un narrador logre su mejor  obra en el primer intento de adolescencia. Por lo general ésta llega cuando ya ha habido un tiempo de ejercicio constante y sobre todo de reflexión.  La lucha del escritor no es otra que esa búsqueda de la palabra exacta, la que mejor interprete su pensamiento, la que haga aparecer a los seres de su mundo como los imaginó.  Es la lucha por construir una estética del lenguaje.

Una historia que conozco

Sé de las dificultades de esta lucha porque no he hecho más que escribir desde hace casi treinta años cuando publiqué mi primer cuento.  La decisión inicial en esos días de finales de los años setenta era la escogencia del universo literario.

La generación de escritores que me acogió no emigró para el exterior como sí lo habían hecho muchos de los anteriores que se establecieron en Europa.  Para los que se fueron siempre estuvo presente la posibilidad de hablar de su nuevo país, de ciudades con nombres lejanos, de universos diferentes al nuestro. Era tentador escribir sobre el glamour de los bares de París. Daba un aire de escritor de mundo, distinguido, lejos de los provincianos que seguían en Colombia, un pequeño país encomendado al Sagrado Corazón de Jesús. Durante un buen tiempo las obras más comentadas en los periódicos de Colombia eran las que ocurrían en Barcelona, Madrid o París. A mi generación le tocó llenarse de paciencia y de fe en lo que escribíamos. No era muy atractivo escribir sobre el barrio o sobre el colegio o sobre la casa de la infancia. A pesar del panorama poco alentador para los escritores que vivíamos en Colombia, cada uno de nosotros tomó sus propias decisiones. Yo elegí hablar de Medellín, la ciudad donde nací y donde viví años inolvidables. Una vez decidí que éste sería mi territorio las luces se volvieron tenues, las calles inmensas, los edificios altos. Sentí el viento frío de las ocho de la noche que se entraba por los corredores de la casa. Volví a oír el radio en la cocina y aparecieron los pasos de mis padres que se movían ágiles sobre las baldosas verdes, blancas y amarillas del  patio. Llamé por su nombre a los recuerdos y poco a poco fueron apareciendo como invocados de otros tiempos. Estaba instalado en mi infancia.

Fue maravilloso poder ver de nuevo el espacio donde había sido feliz sin darme cuenta. Sentí la presencia de mi padre que luchaba por levantar un almacén en  el sector de Guayaquil, donde tenían negocios los grandes comerciantes de la ciudad. Vi la forma triste en que miraba una botella de aguardiente mientras escuchaba cantar a Matilde Díaz. Y recordé que yo me moría de amor por las mujeres que veía los domingos en el cine matinal.

No puedo dejar de pensar que ese libro que habla de mi infancia nació como un ejercicio íntimo. Ya entonces había publicado dos libros de cuentos y una novela pero me encontraba en una crisis  personal que me había llevado a separarme de mi esposa. Decidí acudir al único método  que conozco para entender las cosas que pasan a mi alrededor. Escribí sobre mí mismo.  Sacudí los recuerdos. Pronuncié palabras olvidadas. Y a medida que me confrontaba con mi pasado iba apareciendo una novela que finalmente llamé El cine era mejor que la vida.

De ese ejercicio de autoanálisis salí fortalecido y convencido de que la palabra tiene un gran poder sobre el ser humano. Después de convocar a los habitantes  de mi infancia entendí que no estaba tan solo en el mundo y me reconocí frente al espejo de mi historia. Nunca pensé que ese texto pudiera tener interés para alguien distinto de mi familia, pero curiosamente es el que me ha permitido conocer a muchos lectores que dicen identificarse con esa historia. Recuerdo en particular el caso de una señora ciega que vivía en el eje cafetero. Alguien le había regalado un ejemplar de El cine era mejor que la vida y siempre que se sentía triste le pedía a su hijo mayor que le leyera pasajes de la novela.  Un tiempo después, cuando ya la señora había muerto, conocí al hijo y me contó que ella decía que al oír la narración le parecía estar viendo su propia infancia. Una infancia lejana, de principios del siglo veinte, muy distinta a la mía. Esto me hizo pensar que el lenguaje es un túnel secreto que lleva al corazón del lector.

El lenguaje sirve para exorcizar demonios. Es una manera de entender el mundo y salirle al paso a los miedos que aparecen en cualquier esquina de la vida. Yo lo viví cuando estaba escribiendo El dedo índice de Mao. Esta novela es la historia de un joven estudiante de la Universidad de Antioquia que se enamora de una militante de un grupo maoísta. Tiene un inconveniente para seguirla en la revolución pues su hermano es retardado mental y él se cree responsable de esa vida frágil. Entonces piensa que el único acto lícito, amoroso y valiente es matarlo, al igual que en la novela de Steinbeck, De ratones y hombres, George mata a Lennie, un retardado que se mete continuamente en líos y está a punto de que lo linchen. En este caso, El Gordo es el hermano y el narrador elabora una justificación ética para liberarlo de esa prisión que es su propio cuerpo y su cerebro limitado. Recuerdo que durante casi un año estuve dándole vueltas al tema, leyendo una y otra vez la novela de Steinbeck, imaginando el momento en que debía dispararle al Gordo. Entonces veía su rostro de niño alegre, oía su voz cariñosa, sentía sus manos torpes acariciándome la espalda y pensaba que no podría hacerlo. El Gordo no podía morir en la novela. El narrador no era capaz de terminar con esa vida que se pasaba todo el día frente a una ventana de su casa. Nada justificaba esa muerte. Ni siquiera la revolución, tampoco el amor por la maoísta. Durante el tiempo que pasé escribiendo la novela tuve que luchar con cada palabra. Ninguna me podría traicionar. Todas debían estar al servicio de la solución de ese dilema. Entonces me puse en manos de los personajes y dejé que cada cual dijera lo que quería decir. Ellos me ayudaron a entender la situación del Gordo y la del narrador. Pero en un momento de la novela todos los dejaron solos y quedaron ellos dos, los hermanos, en una finca de tierra fría donde cualquier cosa podría ocurrir. Al terminar la novela me sentí agotado, como si hubiera pasado años en la cárcel. Pero de alguna manera también sentí que había hecho la tarea de pensar y llamar por su nombre al Gordo, al compromiso con la revolución y a la maoísta. Finalmente le pedí perdón a mi hermano por haber usado su historia para aclarar la mía.

Tres décadas de trabajo con el lenguaje como única herramienta me han permitido saber un poco más sobre mí y sobre los seres humanos. Ahora sé que soy un hombre que vivió en una ciudad suramericana y allí estableció su campamento para los años que dure el ejercicio del recuerdo.  Sé que me interesan las personas sencillas que no tienen poder sobre otras personas. Tal vez por eso me interesó la historia de una mujer bonita que se lanzó de la terraza de un hotel elegante de Medellín. Era un cuerpo bello que en una época aparecía en las principales vallas publicitarias de la ciudad. La gente dijo que se había suicidado porque ya estaba vieja, pues ella era modelo y las modelos se vuelven viejas muy rápidamente. Ella, obviamente no pudo explicar lo que había hecho. Entonces su historia me llamó insistentemente hasta cuando no pude negarme a hablar de ella. Así empezó de nuevo el trabajo de nombrar las cosas con palabras una y otra vez hasta estar seguro de que esas cosas aparecerían en el mundo. Es la historia de Era lunes cuando cayó del cielo.

Ahora sé que soy un escritor de Medellín. Aunque viva en otras partes del mundo sigo siendo Juan, el escritor de Medellín. Esas calles que conservan los tonos de luz de varias décadas me persiguen dondequiera que vaya. Cada palabra que pronuncio convoca a los habitantes de mi pasado y creo que con ellos me van a enterrar. Mientras tanto recuerdo. Porque he aprendido que, gracias al lenguaje, la vida es mejor recordarla que vivirla.